miércoles, 6 de mayo de 2009

EN EL DÍA DE LA MADRE...

El día de la madre de éste año ya es el suyo. Aún no han parido, pero las criaturas que llevan dentro tensándoles las paredes del vientre y cargándoles las piernas les hacen ocupar el papel protagonista de la festiva fiesta. Se sienten raras todavía, aún hay momentos en los que inevitablemente, creen que la nueva responsabilidad les viene grande. Tienen miedo al hecho físico del nacimiento también, y a ello contribuye esa costumbre moderna de proporcionarles en las clases de preparación al parto deuvedés con imágenes explícitas y sangrientas, incluso de cesáreas. ¿Es necesaria realmente esa información exhaustiva? Y sobre todo, ¿es útil? ¿Acaso antes de una operación de apendicitis o de resección de mama se muestra al paciente la carnicería quirúrgica a la que será sometido? Tal vez habría que reconsiderarlo.
Esas madres primerizas, sólo por el hecho de decidirse a traer un hijo al mundo en estos momentos ya son dignas de admiración. Son auténticas madres coraje, con más valor que el Alcoyano. Se atreven a echar sobre sus espaldas la carga (dulcísima, pero carga) de una nueva vida que tendrán que sacar adelante contra viento y marea, en tiempos duros de crisis. En más casos de los que imaginamos su preñez les ha supuesto perder el trabajo precario que desarrollaban, muchas veces con contratos renovados semanalmente, sobre todo si trabajaban en la hostelería. Así que se enfrentan a la maternidad a cuerpo limpio, sin cobertura económica, sin los meses de baja maternal, agarrándose al clavo ardiendo de los 2.500 euros de Zapatero como si esa cifra fuera de goma y pudiese estirarse hasta el infinito.
Si tienen suerte y su compañero no ha ido a engrosar las listas del paro, que en estos tiempos casi es un prodigio, lo más común es que ese compañero sea mileurista. Y que, confiados en los parcos sueldos que los dos sumaban antes del embarazo, la familia recental esté lastrada por los pagos mensuales de las compras que habían ido realizando a plazos, para que la casa cobrase forma cálida de hogar común. Así que las nuevas madres se pasan horas con un boli en la mano intentando cuadrar cuentas imposibles, calculando de dónde podrán detraer unos euros para la hipoteca, la comunidad, la luz, el agua, el teléfono, la gasolina del coche…
Con tanto problema acumulado, a ratos hasta se les olvida lo principal: el glorioso milagro que transportan. Les angustia completar a tiempo el ajuar del aún no nacido, la canastilla, la cuna, el cochecito, el marsupio para transportar al bebé sujeto al cuerpo cuando tengan que subir y bajar con él los ochenta escalones de su cuarto piso sin ascensor. Así que a ratos a estas madres corajes se les viene el mundo encima y desearían volver a ser sólo hijas. Volver, incluso, a ser niñas que preparan en el colegio un primoroso dibujo florido para llevar a casa en el Día de la Madre.
Y por si les faltaba algo, ha venido a aterrarlas más el fantasma sombrío de una pandemia mundial que amenaza la salud de sus hijos, aún antes de nacer. Todavía no han parido y ya saben lo que es desvelarse por un hijo, sentir pánico por su seguridad, desear que el mundo se detenga para que a su bebé no le haga daño nada. Acaban de aprender a marchas forzadas lo que duele el amor. Lo que duele ser madres. Por eso es necesario transmitirles que no hay nada más bello, ni más gratificante, ni más absoluto que ese dolor de amor. Por eso, cada vez que nos las crucemos por la calle caminando un poquito entorpecidas por el peso de su redondez, hay que hacerles sentir con un guiño cómplice que ellas son el centro del universo, la raíz del futuro, la simiente de la alegría, la puerta sumiso de la esperanza del mundo. Todas ellas. Y en especial vosotras dos, Marisol y Mari Ángeles, hija y nuera, que también habéis parido a dos de mis tres preciosos nietos en tiempos de crisis.