domingo, 25 de octubre de 2009

17 DE OCTUBRE, DÍA DE LA POBREZA.

La reconocerán al primer golpe de vista por la infinita tristeza de sus ojos: por la torpeza con que alarga la mano para mendigar, inexperta en tales lances humillantes; por el desamparo de su figurilla enclenque, como a punto de romperse, sin un gramo de grasa ni una mancha en la ropa; por la desolación de su gesto al recontar la exigua recaudación, evaluable en céntimos, que ha logrado reunir en un par de horas junto a las puertas del Hospital General.
No puedo consentir que nadie le haga fotografías para plasmar su tragedia desconocida, de esas que, por pudor y decencia, no saltan a la arena del circo de los realitys televisivos. Tragedia de andar por casa, o mejor dicho por cuarto alquilado de pensión seguramente sin declarar en Hacienda, porque Hacienda somos todos, pero unos menos que otros, y en los tiempos que corren, ya se sabe. Sé perfectamente que la garra y el morbo y el gancho de una crónica de tipo humano está en la foto, que la imagen de María con su mano extendida a las puertas del Hospital no necesitaría de mis comentarios. Lo sé. Pero me niego, alguien tendrá que velar para que entre todos no terminemos de pisotear las últimas hilachas de dignidad que le quedan.

María tiene 25 años. Y una niña de 4 de la que el padre se desentendió antes de que naciera, hay muchos hombres así: aquí te pillo, aquí te preño, aquí te abofeteo cada vez que vengo con mal vino, que es una noche sí y la otra también, aquí te parto el lomo a puñetazos y si alguno te cae en la barriga, ya hinchada de ocho meses, pues a joderse tocan y no haber sido respondona, las tías es que no tenéis enmienda, cagondiós. Así que María, con su niña arrugadita de miedo dentro de la barriga y sus moratones en la piel y en el alma, un día abrió la puerta y se fue. Total, ni aquel bestia era su marido ni se iba a ocupar de la criatura, más se perdió en Cuba.
Lo cual que, para María, desde mucho antes de nacer su niña fue principio y fin de todas las cosas, razón de vida y faro de esperanza. Porque a ella, cuando nació, su madre la abandonó en un orfanato y su padre tampoco hizo nunca nada por buscarla. Así que desde su cuna inclusera María sabe mejor que nadie lo que es la soledad, y la falta de caricias, y el no dormirse acurrucada contra una teta tibia, y el no sentir el roce de pluma de un beso en la raíz del pelo justo antes de apagar la luz. Y porque lo sabe también quiere que todo eso lo tenga su hija, y desde que nació se lo ha dado, y se lo piensa seguir dando hasta que sea mujer crecida y aún después, si puede.
De manera que María, mientras no ha apretado la crisis, ha mantenido bien a su niña. Trabajando. Sin puteos, sin drogas, de frente y por derecho. Trabajando. Pero hace ya meses que no le dan curro, se le están acabando los ahorros y la asistenta social, en vez de gestionarle una ayuda, le ha dicho: pues nos llevamos a la niña a un colegio y en paz. Así que María de la asistenta social ya no quiere ni oír hablar.
El que se ha muerto hace seis meses de un cáncer malo ha sido el padre de María. Aquí, en el Hospital. Y ella, que ya de mayor lo buscó y lo perdonó, ha estado a su lado hasta el final, como hacen las hijas a las que su padre protegió siempre. Pero él se ha muerto, y ella está sola otra vez.
Le vi al vuelo esa soledad el otro día, entrando a desayunar en la cafetería del Hospital. ¿Me acepta que la invite a desayunar? “Si usted quiere…” Le pedí el bocadillo más grande que había, pero no lo tocó: “lo guardo mejor para cuando mi niña vuelva del colegio”. Le pedí otro, y un bollo. No quería. Se echó a llorar: “¡me da tanta vergüenza pedir”…! Porque ha echado solicitudes de trabajo en mil sitios, para hacer lo que sea y por lo que sea, y nada. Sepan, por si no os acordáis, que el otro día fue el Día de la Pobreza. Y saber que la pobreza tiene ojos. Por ejemplo los de María, mater dolorosa. Buscarla cuando paséis por el Hospital. Y a poder ser, marcaros un bocadillo de tortilla para que la niña pueda comer, que eso no arruina a nadie. María si no come es lo mismo: ya está hecha a ello y, total, otro día en ayunas que más dará.

miércoles, 21 de octubre de 2009

¡NO PUEDO OLVIDAR!

Puedo acariciar tu mano sin que tiemble la mía,
y no volver el rostro para verte pasar.
Puedo apretar mis labios un día y otro día…
y no puedo olvidar.

Puedo mirar tus ojos y hablar frívolamente,
casi aburridamente, sobre un tema vulgar.
puedo decir tu nombre con voz indiferente…
y no puedo olvidar.

Puedo estar a tu lado como si no estuviera,
y encontrarte cien veces, así, como al azar…
Puedo verte con otro, sin suspirar siquiera,
y no puedo olvidar.

Ya ves: Tú no sospechas este secreto amargo,
más amargo y profundo que el secreto del mar…
Porque puedo dejar de amarte, y sin embargo…
¡no te puedo olvidar!

domingo, 18 de octubre de 2009

LAS INTERRUPCIONES

A menudo me asombro de poder acabar cualquier texto, de tener la casi imposible tranquilidad necesaria para concentrarme en su desarrollo y llegar al final. En cierta medida, la historia de la escritura consiste en la historia de los esfuerzos del escritor por conseguir aislarse de todos aquellos elementos que amenazan con no dejarle escribir. Una verdadera vocación literaria también es la aptitud para saber dejar a un lado los mil estímulos, las mil tentaciones, las mil molestias que pretenden que una vocación literaria no se cumpla. Sin necesidad de caer en la paranoia (pero sí en una cierta hipérbole muy veraz), se podría decir que el universo conspira contra el arte, contra el artista. El mundo, aunque los disfruta y los reclama, jamás facilitará la tarea del artista y del arte, porque está acostumbrado a que ambos obren contra los elementos, a pesar de las dificultades, frente a las adversidades.
Se diría que los escritores, que por lo común trabajan robándole el tiempo que no tienen a su misma vida, deben defenderse de la vida misma, que conspira para robarles ese escaso tiempo.
A veces he soñado con el imposible de conocer la intrahistoria de la redacción de algunas obras maestras; es decir, con estar al tanto de las interrupciones que las retrasaron, que las molestaron, que a punto estuvieron de conseguir que no existiesen (pero que a la vez, por paradójico que parezca, también contribuyeron a su existencia, porque la literatura también supone una forma de sobreponerse a todo lo que significa su obstáculo, su perdición). ¿Cuántas veces, por ejemplo, abandonó Dostoievski sus novelas para abismarse en los garitos de juego de San Petersburgo (y que por otra parte lo obligaban a escribir a destajo para pagar las deudas contraídas)? ¿Cuántas borracheras de Faulkner, cuántas resacas, le hicieron levantarse de la mesa y dejar su vieja Underwood a un lado (esas resacas y borracheras que, por otro lado, dotan a su fraseo, a su estilo y a su visión del mundo de una cierta pátina alucinada y alucinatoria que le son tan sustanciales)?
A mi manera, practico una variedad muy modesta de la escritura interrupta. En realidad, vivo permanentemente interrumpido, y de vez en cuando consigo escribir algo, para ser justos con la proporción, esa magnitud que suele convertir nuestra vida en desproporcionada. Me interrumpen mis hijos, que siempre tienen una necesidad inaplazable, que da paso a otra no menos urgente, y así hasta el infinito. Me interrumpen los ruidos: ¿Por qué siempre hay una vecina que conoce todos los éxitos del verano de todos los veranos? ¿Por qué siempre hay un vecino de obras en su casa?, ¿Por qué siempre en la finca hay una niña que practica escalas con el clarinete? Me interrumpe el teléfono: si ya sé que lo podría descolgar, pero entonces me interrumpiría la preocupación de estar incomunicado. Me interrumpe mi mujer para planificarme el día y recordarme cien obligaciones: ya sé que me podría divorciar, pero entonces me interrumpiría la peor de las interrupciones: la infelicidad. Me interrumpo yo; la conciencia es una fábrica de estorbos: ya sé que me podría suicidar, pero en este caso me interrumpo y prefiero estar vivito para seguir escribiendo el tiempo que me dejen.

LA RUTINA

La mayoría de personas vivimos nuestro día a día acompañados por la rutina y, sobre todo, sometidos al totalitarismo impuesto por un reloj, que como buen tirano, nos impide pensar. Y es que la reflexión no sólo necesita de libertad, sino también de tiempo. Así las cosas, las prisas se han convertido en las cadenas de nuestros días; y, paralelamente, la dependencia de la agenda, del teléfono móvil o de Internet, en una nueva forma de esclavitud. Nos levantamos a la misma hora (aunque no tengamos nada importante que hacer a esa hora), fijamos un tiempo para comer, para cenar e incluso para leer, y programamos nuestro ocio con tanto tiempo de antelación que, en muchos casos, llegado el momento, las apetencias iniciales ya han pasado a mejor vida.
Al final, la tiranía del tiempo impone una planificación de las cosas más cotidianas, de aquellas pequeñas cosas que diría Serrat, y hasta una comida familiar o un café con un viejo amigo, se ven obligados a pasar por el sesgo de una agenda y, por tanto se transforman en rutina y nos convierten en seres muy predecibles a corto e incluso a largo plazo.
Sin embargo, un buen día el olor a tierra mojada y la imagen de varios niños jugando frente al cobertizo de una vieja casa de campo, te devuelve a ese tiempo en el que no existían ni relojes, ni agendas, ni teléfonos móviles, ni Internet. Eran tiempos en los que tampoco eran necesarios porque la luz del día marcaba los tiempos, la programación de la jornada se improvisaba sobre la marcha, sin necesidad de acudir a un aburrido dietario y sólo la lluvia tenía la capacidad de frustrar los planes, las voces de los abuelos y de los padres hacían las veces del teléfono móvil, y no había ningún tipo de dependencia hacia la pantalla del ordenador porque un par de ramas caídas de los árboles y cuatro piedras tenían la capacidad de recrear un mundo de corsarios, de princesas y de dragones. Es entonces cuando te das cuenta de que las hojas del calendario han ido cayendo poco a poco, apenas sin darte cuenta, y que la obsesión por el futuro se ha impuesto en su particular batalla contra el presente, pero también contra el pasado.

viernes, 16 de octubre de 2009

VOLVER A EMPEZAR...

He esperado cerca de dos meses intentando que la depre pos-vacacional pasara, para entretenerme con estos comentarios, y es que quien más y quien menos, “todos volvemos al cole”, no solamente los más pequeños y los jóvenes; cada uno tiene su septiembre particular a la vuelta de las vacaciones. Para una gran parte de la población, no son estas las mejores fechas para mantener arriba el ánimo. A ello ayuda, y no poco, la crisis (esta crisis está en todas partes), las cartas de la entidades financieras que nos recuerdan los gastos diferidos del verano, la vuelta al trabajo si es que aún lo conservamos…
Es un buen momento para volver a nuestros mejores propósitos, empezando por los más pequeños, porque la esencia de la vida está hecha de mucho pocos.
Fijémonos en un día cualquiera que hayamos sentenciado a priori, al levantarnos por la mañana. En el transcurso de las horas, aparece el apoyo de un compañero del trabajo, la inesperada llamada de alguien que siente nuestra ausencia y quiere saber de nosotros en forma de compartir un café… Signos pequeños, pero imprescindibles que hablan un lenguaje que estamos perdiendo, abrumados por tantas cosas que impiden el disfrute de la sonrisa dibujada en los ojos de nuestro interlocutor, la ausencia de juicios de valor donde esperábamos un reproche o una simple palabra amable cuando más la necesitábamos. Cualquiera puede reescribir una jornada que habíamos tachado anticipadamente.

Ningún periódico ha publicado recientemente que un marido llamó a su mujer para preguntarle cariñosamente qué tal le va en su primer día de vuelta al trabajo. Ni tampoco que una madre agotada tras una dura jornada, le leyó un cuento a su hija para que se durmiera rodeada de cariño. Ni tampoco el efecto que tuvieron estos gestos en los destinatarios…
La actitud generosa en el trato con los próximos educa nuestros menguados límites impuestos, quizá porque toda generosidad, por pequeña que sea, aumenta la autoestima.
Nadie nos va a ahorrar el esfuerzo por recuperar la normalidad en medio de la vorágine cotidiana que nos ha tocado en suerte, pero es posible hacerlo menos difícil cuando se afronta con un ojo puesto en los demás. Y septiembre suele ser un mes propicio para agrandar fantasmas en nuestras relaciones cotidianas en la medida que nos vemos como agentes pasivos sin capacidad para influir en nuestro alrededor.
Sin embargo, a pesar del tiempo glacial en que nos ha tocado vivir, influimos en los otros más de lo que sospechamos. Nuestro contacto con los demás transforma a otras personas. Para bien y para mal. En el curso de nuestra vida cotidiana, tenemos la oportunidad de influir en los demás y en nosotros mismos, y por consiguiente, de cambiar el mundo, el pequeño mundo que podemos abarcar cada día. Nadie está excluido de esta posibilidad (tan ligada a la autoestima) mientras pueda despertarse cada mañana ¿Qué otra cosa es triunfar sino acertar en nuestra respuesta? No me parece una mala lección para el nuevo curso que acaba de empezar.

jueves, 1 de octubre de 2009

COMO TODOS LOS SEPTIEMBRES...

Puntuales y exactas, como todos los años se han presentado las lluvias en nuestra comunidad reclamando una vez más sus caminos reales, antiquísimo derecho que la madre tierra les reconoció desde tiempo inmemorial, firmándolo a perpetuidad con tinta indeleble de violentas espumas desbocadas. Y, como todos los septiembres, las aguas han ido dejando a su paso un reguerón de destrozos, un desconsuelo de cimientos arrancados de cuajo, una infinita angustia de viviendas inundadas, garajes convertidos en lagos, calles condenadas al desastre por la irresponsable construcción de muros que se transforman en diques suicidas, encajonando el caudal de la lluvia y haciéndolo subir de nivel hasta cotas de verdadero pánico.

Como todos los septiembres, miles de ojos temerosos han pasado horas pendientes del cielo, siguiéndoles el rastro lívido a los zurriagazos terribles de los rayos, calculando la distancia del núcleo central de la tormenta por el tiempo transcurrido entre la fogarata del relámpago y el estallido tremendo del trueno, más largo y rodante cuanto más lejano, más breve y espantoso cuanto más inmediato. Miles de agricultores han estado calculando el tamaño y la fuerza de las gotas con el estómago encogido y el corazón en un puño, temblando ante la posibilidad de una mutación repentina en la que la lluvia, de golpe y sin avisar, se vistiera de pedrisco inclemente con su larga cola de encajes destructores bordados de miserias. Miles de mujeres que tenían fuera de casa a alguien de la familia, han sentido estrujárseles la garganta por un dogal áspero de inquietudes difusas, las mujeres ya se sabe, en habiendo un peligro que pueda amenazar a los suyos ellas lo presienten tal que si fueran brujas, esos puentes subterráneos, esos túneles, esos vados modernos, esas vaguadas…

Porque lo malo de las lluvias violentas, esas como las recién pasadas que llegan de septiembre en septiembre, es que su potencial de destrucción se nos olvida de una año para otro. A lo mejor por eso se nos caen los palos del sombrajo, de pura desesperación, a los que no tenemos capacidad de decisión alguna a la hora de trazar las infraestructuras que ciegan barrancos y bloquean las salidas naturales del agua, que permiten la construcción de viviendas en avenidas donde a poco que llueva rápidamente se anegan. Pero aún no ha pasado septiembre. Aún estamos en plena época de riadas, de lluvias torrenciales, de gotas frías, de tormentas rabiosas… Aún no ha pasado “la Sanmiguelá”.

De la Sanmiguelá podéis preguntarle a cualquier huertano de la ribera, y que os cuente lo que es ir con los chiquillos subidos en el carro, la mujer y la agüela empujando, la burra con las patas empantanadas en el engrudo del barrizal, y el rugido, más ronco y profundo que el de un dragón infernal, de la riá que viene bajando en la oscuridad, a media tarde pero con el cielo ennegrecido de tempestad, la riá que viene, que rula sierras abajo que ya está encima mismo, Virgencica, que llega, y el carro con la burra que no hay forma humana de desatrancarlo, y donde estará Santa Bárbara, con estos rayos y estos truenos y este miedo, ahora que tanta falta nos hace su protección.

No, aún no ha pasado la Sanmiguelá. Ni tampoco es menester que se presente para que corran riesgo, riesgo de muerte, los que alegremente se aventuran por carreteras comarcales, y hasta por autovías, cuando se rompen los cielos y desploman toda su fuerza sobre la tierra, ya incapaz de absorber más liquido, las aguas desmadradas, buscando sus caminos reales. Porque el agua, y eso la sabe el labrador más analfabeto, no entiende de escrituras. No sabe, ni quiere saber, de contratos con urbanizadoras, ni de promotores, ni de planos, ni de ingenieros. El agua busca siempre sus caminos. Y siempre acaba encontrándolos para ir por ellos. Por las buenas, o por las malas.

Tal vez por eso, a los del campo (y a los de ciudad), nos da tanta lástima y tanta rabia el empecinamiento de los que mandan en cerrar los ojos a la realidad, empeñándose año tras año en proyectar y construir sin respeto ninguno hacia los caminos reales del agua. Porque no habría que gastar ni un euro de los fondos públicos en reparar, año tras año, los destrozos del agua: con dejarle libre su espacio natural, todo resuelto. Y encima, gratis.