martes, 18 de agosto de 2009

LAS PERSEIDAS

Me estoy planteando más que seriamente apostatar de esta tierra, de gran parte de la gente que la puebla y de la mayoría de los valores que actualmente se cotizan en su ámbito autonómico, provincial y local. Y reconozco que es triste llegar a semejante planteamiento, sobre todo porque es una provincia donde no nací sino que vine de fuera, de lo que se desprende que en principio no me atan a ella raíces antiguas, de esas que son difíciles de arrancar, sólo lo hacen mis hijos, a los que yo arrastré hasta aquí por motivos laborales hace ahora diecisiete años, mis nietos y mis buenos amigos. De manera que no sé dónde habría que firmar mi desvinculación con el espíritu actual de la Comunidad Valenciana, ni si ello sería factible, pero repito que mis ganas de apostatar de ella van increscendo. Con perdón para aquellas personas que se despegan de la pauta comunitaria, que algunas quedan. Aunque que sepa Dios por cuánto tiempo, ni cuanto van a tardar en quitarlas de en medio para que no desentonen del paisaje (y sobre todo del paisanaje) general.
Valga decir que estoy cada día más hastiado y más harto de lo que veo alrededor mío. Que el desmoronamiento general de los más elementales valores, y todo lo que ese desmoronamiento arrastra consigo y tras de sí, me revuelve las tripas. Que las prepotencias, las desvergüenzas, las insolencias y las burlas descaradas a la ciudadanía me han acabado produciendo un cansancio tan absoluto que ya casi no creo en nada y mucho menos en nadie; y eso supongo que es lo peor que le puede pasar a alguien. Porque es un estado de, digamos, “nirvana negativo” que te vampiriza las energías, te agosta las ilusiones, te pulveriza las fuerzas. Te neutraliza, te incapacita, te deja fuera de combate. ¿Para que luchar, si sabes que la batalla está perdida de antemano? ¿Para qué defender causa justas, si la justicia misma se encarga, cuando es menester, de amoldar sus planteamientos para encajarlos como mejor acomoden? Cuando ya no queda nada a lo que agarrarnos, cuando lo más (teóricamente) sagrado y respetable le falla de plano al pueblo que le entregó su confianza, y encima de ese fallo hace jactancia y escarnio, apaga y vámonos.
Los últimos acontecimientos jurídico-políticos de esta nuestra Comunidad (y los que siguen saliendo y los que quedan por salir) estaban tan cantados, se conocía con tanta seguridad cuál iba a ser el resultado, que hasta casi era un aburrimiento seguir las noticias diariamente. Para qué, si ya nos sabíamos el final. Llevamos años (y lo que te rondaré morena, que esto va para largo) en que no cabe sorpresa alguna: las cartas están repartidas y la partida no admite cábalas, señores, hagan juego sin miedo que ya saben ustedes que van a ganar. Son los mismos nombres, las mismas caras, las mismas impunidades, los mismos repartos de beneficios, los mismos enriquecimientos opacos.
Así que yo estos días, que se conoce que ando algo depre, no paro de acordarme de Jorge Manrique y su celebérrimo “si juzgamos sabiamente daremos lo non venido por pasado”. Y ya puestos a recordar, su “Non se engañe nadie, non, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio, pues que todo ha de pasar por tal manera”. O sea, que no hay cambios ni los va a haber: cetrería, amiguismo, enchufes, apaños, untes, lo que haga falta. Y si algún incauto intenta tirar de cualquier manta creyéndose, el muy iluso, que esto es EE UU y que por estos lares también se puede montar un Watergate de andar por casa, ahí está la pura y dura realidad para apearlo de su burra: pon los pies en la tierra, amiguito, que esto es España y más aún: esto es la Comunidad Valenciana, ahí es ná. De la cual como al principio decía, me estoy planteando la manera de apostatar. Por ética, pero mayormente por estética. No me preguntéis para donde pienso tirar, si es que al fin puedo acabar apostatando y, en consecuencia, emprendiendo el voluntario camino de un exilio cuanto más lejano mejor, pero desde luego lejos. Lo más lejos posible.
Estos días, he estado tirándome por el bancal cara al cielo cada vez que las nubes han dejado un resquicio, para tratar de encontrarme un año más con mis viejas amigas las Perseidas. Que mantengo yo con ellas un prologadísimo idilio, inasequible al desaliento y refractario a cualquier desengaño, que me pienso llevar hasta el mismísimo cementerio, cuando me toque irme. Porque qué mejor que poner tu confianza en el polvo de estrellas que cruza los cielos en las madrugadas cálidas alrededor del día de San Lorenzo.
Esas Perseidas refulgentes que no hay dinero en el mundo para comprarlas y por tanto son y seguirán siendo intrínsicamente limpias. Qué descanso, algo realmente incorruptible por fin, menos mal.

jueves, 13 de agosto de 2009

EL BORDILLO

Hubo un tiempo en el que cuando no podía más o “me podían”, me escapaba a un bordillo que estaba, justo, en una plaza por donde los coches pasaban a cierta distancia, ya que enlazaba con las avenidas que juntaban y separaban la ciudad. Allí estaba yo, pequeño, triste y sólo, pero en aquel lugar me era imposible escapar hasta de mi, e hincharme a llorar sin poner excusas. Además mis lágrimas me impedían ver a los otros y me permitían creerme “invisible”, lo que de vez en cuando es saludable si es por decisión propia. Ya que lo duro es cuando eres el “auxiliar” de las necesidades cotidianas o no se comparte nada más que las cosas y empiezas a dialogar con ellas y las haces tus amigas.
Una noche, fría como casi todas en ese lugar, pero no más que en otros en donde la temperatura de los termómetros marca máximas, después de la llantina habitual y las mil dudas unidas al miedo (maldito sentimiento que solo me daba valor, para quitarme el mío) ante lo que tocaba por delante, me di cuenta de que mi bordillo tenía una ocupa, justo en la parte interior donde un árbol centenario se encargaba de resguardarnos de los malos vientos. Entre cartones, plásticos y bolsas de Carrefour medio rotas, algo se movía. Era alguien tan invisible que ni la vi. y digo “la”, porque volví y ya no sólo para lamentarme por las indecisiones que habían dirigido mi vida, sino también por la curiosidad. Esta vez me acerqué. Era noche cerrada y no facilitaba el encuentro, por lo que tuve que aproximarme bastante.
Una mujer de pelo blanco desgreñada y completamente envuelta con ropas de abrigo, seguramente mucho más viejas que ella, era mi vecina. Al principio se cubrió del todo, tapándose el rostro con las manos, como si se protegiera o esperase ser agredida, pero, al poco tiempo, me dejó ver sus ojos. Profundos, grandes, azules y ausentes, tanto que por unos instantes olvidé mi “yo”. Me miró fijamente y con gestos me ofreció acercarme a los plásticos y cartones que ella colocaba en el cemento, por el que durante el día, iban y venían otras vidas y que estaba tan duro como húmedo. La amanecida desprende un aroma que se toca, quienes sabemos de ella y sin que neón y el ruido ensordecedor de los lugares despiertos nos impida sentirla, apreciamos su lenguaje y entendemos de sus caricias, penetra hasta en lo profundo y no solo de nuestro cuerpo y nos hace necesitarla, cuando todo sobra. A ella le quedaba lugar para compartir, su rostro arrugado y cansado dejaba ver una belleza no muy lejana, sus labios grandes y rojos, mitad por el frío, mitad por genética, eran capaces de regalarme una sonrisa tan generosa y entregada, que a veces en los sueños me la hago mía, para encontrar en el día lleno de todo y a la vez vacío las ganas de empezarlo que no tengo.
Terminé hablando más de mí que de ella, que sí se había dado cuenta de mis anteriores visitas. Después de pasar tiempo hablando, apretó su mano con la mía, increíblemente suave y de dedos finos y largos, a los que te imaginas capaces de escribir las historias más bellas del mundo o crear melodías llenas de la magia que no le dio la vida. Tuvo hijos, marido de los buenos y la llamaban señora, pero se cruzó en el destino un hombre que sólo vio en ella belleza, le prometió todo y allí estaba ella sin nada. La abandonó el marido, los hijos la rechazaron y por supuesto mucho antes, el causante de todos sus males…De repente no quiso continuar y yo aprendí a no preguntar. A veces el dolor hay que dormirlo y quién era yo, para buscar lo contrario. Empezó de pronto a gritar y recogió todo con una rapidez y fuerza, que no pude evitar su marcha. Llegó el día, cruel, lleno de prisas y quehaceres, olor a gasolina y a pisadas rápidas de “las que por las mañanas no miran” y con él me marché. Intenté encontrarla muchas noches y en muchos bordillos y no lo conseguí. Mientras quise conseguirle un lugar donde vivir y recorrí para lograrlo todos los lugares posibles.

Ayuntamiento, Diputación, Consejerías, Cáritas y demás. Como la mayoría de las cosas que se hacen a esas horas, también estas están controladas por la burocracia, largas colas, cientos de papeles que no valen para nada, pero que hay que duplicar y complicar, para que parezca que quien lo decidió era muy listo. Además de ser atendidas por antipáticos rostros que lo hacen más difícil todavía y que no había vuelto a padecer hasta el tiempo “aquel” que me tocó estar “de cara a la pared” y entonces, lo comprendí. Y es que cuando dependes de un Director “engreído y analfabeto”, jefecillo de cortos vuelos, “de esos” que no están en el grupo del que les manda, pero al que le sirven de alfombra con tal de continuar conservando su “plus” y su carguito, sin más que hacer que el de “controlar” a los otros, creerse imprescindible y escaquearse lo más posible entre los días morosos, para así asegurarse un buen sueldo durante mucho tiempo.
Hoy creo que “ella” hizo bien desapareciendo y no permitiendo que ninguna administración ni yo, tratase su “locura”, pese a que me perdí de aprender muchas cosas y me quedé sin compañera de bordillo.