viernes, 29 de octubre de 2010

ADIOS A MARCELINO CAMACHO, UN PEQUEÑO GRAN HOMBRE.

Sydney Pollack dirigió, en 1982, la película "Tootsie". En ella, como ya saben, Dustin Hoffman interpretaba a un aspirante a actor que tiene que vestirse de mujer para conseguir un papel en una serie de televisión. Es el cine dentro del cine. En esa película, el camerino se convierte en un elemento más, en casi un actor en sí mismo. La fuerza narrativa del guión viene dada por esos dos camerinos que el personaje tiene en su vida: el primero en su casa, donde se transforma de hombre a mujer; el segundo, en el plató, en el que se maquilla para salir a escena.
Los camerinos de la vida real son nuestras casas, la puerta de salida al mundo exterior, donde nos transformamos en lo que queremos aparentar, en lo que deseamos vender al resto de las personas. En definitiva, en ese camerino nos convertimos en lo que queremos ser. En un mundo de puertas cerradas, de vidas ajenas y opacas, es muy fácil crearse un álter ego de nosotros mismos cuyas palabras y formas sean nuestros sueños cumplidos. El actor vive de esta manera. Lo dice Leonardo di Caprio en una entrevista: "Me convertí en actor por miedo a que no me aceptaran tal y como soy". El camerino es la máquina que permite esa metamorfosis, el elemento clave que transforma al actor en personaje. Todo lo que ocurra fuera es irreal, forma parte de la función, es ficticio. Todas las relaciones entre los distintos personajes también son ficticias. Todos los amores, los sueños, las sonrisas no existen; forman parte de la imaginación del guionista y de la interpretación del actor.
El político también vive en cierta manera de esta forma, pero su escenario no es un plató sino la vida. Su camerino no es una habitación en un estudio cinematográfico, es su propio despacho. Y al igual que el actor tiene que verse forzosamente rodeado de tramoyistas, maquilladores, asistentes personales y encargados de vestuario, el político se rodea también de personas que consiguen darle más vida al personaje en esa función bufa o dramática cuya única finalidad es lograr una credibilidad mucho más amplia.
No todos, por supuesto. Adolfo Suárez empezó siendo un gran actor, pero una prueba de fuego real, como fue el intento de golpe de estado, le convirtió en un auténtico héroe. Su figura, erguida en el asiento del congreso, y las balas rozándole, no eran de un filme. Más recientemente, nuestro sindicalista más conocido Marcelino Camacho, tristemente desaparecido hoy, era un ejemplo de un político sencillo, real y muy próximo a los problemas de los ciudadanos. Anteponía el acuerdo y la negociación a la crispación que, desgraciadamente, dicta hoy todos los guiones de la política española.
Son ejemplos que deberían guiar a la clase política, ejemplos de valentía, sencillez, naturalidad y realismo.
Porque el político es un hombre o una mujer que tiene hambre, ríe y sueña como los demás, es una persona a la que le duelen los pies, a la que le pican los mosquitos y a la que le molesta un juanete. Sin embargo, transformado en su "camerino" en lo que necesita aparentar para seguir sintiéndose vivo, acaba por convertirse en un ser alejado de la realidad, desprovisto de toda humanidad y lejos de las necesidades reales de la gente. Y eso se percibe desde fuera.
En un mundo donde la política ha dejado de estar al servicio del ciudadano para convertirse en una factoría de ideas, formas y sueños, como lo es el cine, era lógico que cogiera paralelismos con la industria del séptimo arte. El político, actor principal de su función particular, se ve envuelto, como en una película, de actores secundarios que le dan vida y fondo, que le ayudan a sentirse cómodo en la escena. En palabras del ex ministro de Trabajo Manuel Pimentel: "en el Congreso de los Diputados hay dos actores principales o protagonistas, el resto somos meros figurantes". En eso hemos convertido la democracia: en un gran teatro donde la realidad y la ficción se confunden, cubiertas las dos por el mismo halo de falsa ilusión. Y con el peor de los resultados: el distanciamiento cada vez mayor de los ciudadanos, y la percepción nítida de que el político está en su película para servirse y no para servir a la sociedad.

A todos los niveles, desde el más humilde de los ayuntamientos hasta el gobierno más poderoso, la política se instala en el centro de todo un entramado de falsas amistades y enemigos íntimos donde poder sentirse a gusto. Es aquí donde las empresas de la especulación han hecho su rápido beneficio para luego desaparecer. Las finas líneas entre lo público y lo privado muchas veces se han confundido. Hoy en día, el romanticismo de otros años se ha perdido: prima la idea preconcebida, el mensaje enlatado, la corrupción, las empresas fantasma. Incluso los sindicatos han perdido la capacidad de lucha de otras épocas, sirviendo en la actualidad como meros filtros entre el empresario y el empleado. Por ello es que España tardará más en salir de la crisis: hemos vivido estos últimos años sobre una burbuja de economías sumergidas y empresas que se creaban de la noche a la mañana con capital desconocido. Nos hemos creído el papel de una película que se titulaba "Somos los mejores", y como en el cine, la historia también tiene un "The End". Se ha dejado vagar a la deriva a los sectores reales y tradicionales (la construcción, el calzado, el mármol, el textil, el juguete, etc.), cosa que no han hecho otros países, como Alemania o Francia, cuya salida de esta crisis mundial será más pronta y llevadera.
Se ha vivido en camerinos, con espejos iluminados por bombillas para resaltar mejor las facciones, con personas detrás recordándole al actor las palabras de la escena siguiente, con personas cuyos sueldos dependen de lo bien vestido y lo genial maquillado luzca el personaje ante el público. Así en la vida. Es hora de salir a la calle, de que la clase política vuelva a ponerse al nivel de las personas, al nivel del respeto mutuo, de la comprensión sincera. Es hora de quitarse el cristal translúcido de delante y ver la realidad sin máscara, y afrontarla. Si no ponemos todos, un poco de nuestra parte, nos esperan tiempos más difíciles. El egoísmo y la soledad del camerino tienen que dejarse atrás, tienen que formar parte únicamente del mundo del cine. En la vida real hemos de procurar vivir en el espacio abierto de la sinceridad y el trabajo común. Esta sociedad necesita personas con coraje y una mirada limpia y clara. Solo así lograremos cumplir los objetivos que nos marquemos. Solo así lograremos vivir nuestras vidas con intensidad y realismo, lejos de los sueños y las vidas idílicas y perfectas de las películas.

EL TELÉFONO MÓVIL.

Hubo un tiempo, no muy lejano, en el cual los teléfonos móviles nos parecieron cosa de ciencia-ficción, incluso de brujería. Luego, casi con total impunidad, llevados por una necesidad ficticia creada por la televisión y el cine, esos pequeños aparatitos (pequeños ahora, porque los primeros eran auténticos ladrillos enormes de antenas extraíbles) se fueron introduciendo en nuestras casas, en nuestros trabajos y, por último, también en nuestras vidas.
El que se compra un teléfono móvil nuevo, de última generación, con mil colores y sonidos, cámara de vídeo de gran resolución y acceso a Internet, se parece al padre primerizo que va enseñando a su primogénito como si fuera algo único en el mundo: "mira, acaba de eructar, ¿no es un angelito?". Con el móvil igual. Después de que nos enseñen todas las virtudes del aparato en cuestión, preguntamos casi con vergüenza: "peroÉ ¿sirve también para llamar?".
Al principio, los móviles sólo servían para llamar, y tampoco había tanta gente que tuviera uno, así que eran un elemento que podía olvidarse en casa sin ninguna consecuencia. Hoy en día sería impensable dejarse el móvil en el mueble de la entrada o en la mesa de la cocina. Estamos habituados a su peso en el bolsillo, lo que nos genera mucho estrés cuando lo olvidamos o cuando decidimos que es mejor no llevarlo con nosotros, cosa que a muchos nos sucede en verano al entrar en la piscina o la playa. Al regresar a la arena, cuando cogemos el teléfono, varias llamadas perdidas y alguien que nos llama diciéndonos: "te he llamado, pero no me lo cogías, ¿dónde estabas?". Y ahí es cuando se ha perdido toda esa intimidad que nos prometieron que tendríamos usando un móvil. ¿Que dónde estoy? Y claro, no puedes responder que estás sentado en el retrete oÉ en algún otro sitio más inconfesable.
Otro hecho que provoca ansiedad es al recibir llamadas. Si conoces el número, bien, no pasa nada: descolgamos, hablamos tres o cuatro trivialidades y, a veces, incluso podemos llegar al quid de la cuestión después de cinco minutos de conversación general. Pero también podemos recibir llamadas de números que no conocemos o de remitentes desconocidos. Eso causa mayor estrés: ¿quién será a estas horas?, ¿un pesado?, ¿alguien que me quiere vender cualquier cosa?, ¿el médico de mi madre? Y entonces, puede ser, nos saluda una voz diciendo: "¿a que no sabes quién soy?". Y tú, que estás en el baño, o en salón, o tumbado en la cama intentando disfrutar de una feliz siesta estival, tienes que tratar de ponerle cara a esa voz desconocida a partir de las miles de voces que guardamos en el almacén de la memoria. Y, créanme, a veces es muy difícil.
Hoy en día, el teléfono móvil forma parte de nuestros elementos cotidianos. Como el que se pone el reloj y se peina todos los días, hay gente que vive enganchada al móvil, que lo utilizan para todo. Incluso para decir: "cariño, en cinco minutos llego". Si el mensaje era la llegada, lo mejor es hacerlo, no llamar para anunciarlo a los cuatro vientos. Además, eso parece que ya ha sido sustituido por las llamadas perdidas, llamadas que ya pueden significar cualquier cosa: "llámame", "he llegado", "te quiero", "ven a buscarme", etcétera. A veces recibo llamadas perdidas, y me quedo mirando el móvil como si ese aparato estuviera a punto de decirme algo. Lógicamente, nunca lo hace.
Por ese motivo, prefiero los SMS (que van al mensaje directamente, sin caer en divagaciones) o, mejor aún, los correos electrónicos. No sustituirán nunca al placer de hablar cara a cara, pero ambos son más discretos, más relajantes. Los recibimos constantemente y a todas horas, claro está, pero podemos elegir cuándo atenderlos, cuándo leerlos, cuándo responderlos. Tal vez así ganamos algo de intimidad, de soledad, de poder escuchar los silencios de nuestra casa y oír las palabras y las voces de quienes nos rodean. Y es que mientras escribía este artículo me han llegado tres llamadas perdidas. No conozco los números. Podría ser cualquiera. Luego llamarán. O quizá no. No importa. De momento, prefiero apagar el móvil, relajarme y disfrutar de una conversación con mi mujer y mis amigos.