viernes, 25 de junio de 2010

"PAPÁ VEN EN TREN..."

Hace mucho tiempo que no viajo en tren y hoy voy a recuperar esta sana afición. Tengo que viajar a Valencia yo sólo y no tengo ganas de conducir. Lo tengo claro a la hora de sacar el billete: entre Regional Express, Talgo o Euromed, lo tengo claro, Regional Express. Es mucho más lento. Lo que para los obsesionados en rebañar minutos con el AVE suena a blasfemia para mí es básico: ver el paisaje a través de la ventanilla, que por supuesto tiene un valor añadido. Serán secuelas de mi infancia ferroviaria al amor de locomotoras de vapor, maquinistas y fogoneros tiznados de carbonilla, y trenes como el Shangai ("El Changa" para los del gremio), deteniéndose con sus chirriantes vagones de madera en todos los apeaderos. Así que esto, originariamente, lo voy a escribir con boli en una libreta entre Alicante y Valencia. Apuntes al hilo de las vías no aptas, sospecho, para los amantes de las altas velocidades.
Por la zona de Fontcalent relumbran con el primer tímido sol de la mañana los espartales y los saladares, la sierra terminal con la huesa al aire, recomida a mordiscos y tarascadas por las mandíbulas insaciables de las canteras. Colores amoratados del vientre descarnado de los montes con las cicatrices indelebles del mármol. El monasterio de la Magdalena reluce, mucho más bello de lejos que de cerca, junto a la anciana torre triangular de la Mola. Sobre el tapial derrumbado de una casa en ruinas entre viñas mortecinas se yergue arrogante una palera. Pequeños porches acorralados. Casas pobres. Escorrentías y barranqueras tupidas por un enredo de maleza. En la estación de Elda/Petrer, en obras, los obreros vestidos de amarillo se mueven como hormigas lentas transportando material. El jefe de estación mira su reloj de pulsera (el del andén está clausurado por un aspa de cinta adhesiva) justo cuando otro tren nos rebasa en dirección contraria. Ya podemos seguir.
Arbolillos raquíticos, zonas industriales, almacenes, naves, camiones, palas transportadoras. De pronto, la ceguera de un túnel. Y enseguida el vuelo rasante de un gran pájaro (¿un gavilán?), escapando de una recoleta vaguada entre dos lomas sin más salida que la que da a las vías. El castillo de Sax sobre un fondo de hilachas de nube. Almacenes de vinos y alcoholes. Tristeza infinita de las estaciones y los apeaderos condenados a muerte, con sus rejas correderas cerradas y mucho, mucho material inservible acumulado y desordenado. Prados breves. Pinares conspicuos. Mínimos olivares. Tierras llanas medianeras con la serenidad larga y amplia de La Mancha. Villena de útero encharcado y alma lacustre. Verde rabioso de un bancalillo de cereal, ocre de un cañar, nispereros envueltos en redes para defender el fruto de los picos golosos de los pájaros, un jardín grande primorosamente cuidado, los edificios de un lado de la estación desmoronados, el de la derecha transformado en una tienda de muebles.
Grafitis, traviesas apiladas, un hombre con un perro gordo y viejo esperando para cruzar. Más adelante caballos pastando en corrales, desperezándose aún después de la siesta. A lo lejos, sobre una loma, los molinos eólicos recosen el cielo con un pespunte de clavos como un monte calvario saturado; junto a las vías se alinea un conjunto apretado de placas solares. Almendros verdecidos. Puentes y puentecillos. Viñas cuidadas con exquisito mimo, aledañas a zonas fabriles. El revisor pasa a la altura de Caudete. Una balsa cuadrada, plateada y rojiza, enjoya el suelo. De cerca, los brazos bailones de los molinos peinan la brisa. Canteras lívidas y geométricas. Más cereal. Casonas de campo sólidas y solitarias. Dentro de otro túnel, más largo, se espesa el ronquido del tren. Casitas salpicadas sobre pequeños valles. Tablas de bancales variopintos -cereal, viña, frutales, más viña-. Cortafuegos en los montes. La autovía paralela se va llenando de tráfico. Una hacienda antigua con capilla de señores, campanario y veleta de gallo. Pinos. Carrascas. Arbustos desmadrados. Contra el muro de un corral orina despacioso un viejo; de espaldas a él, una vieja les echa de comer a las gallinas.
Palés apilados en zonas industriales. Infraestructuras de obras, máquinas aplanadoras, grúas. Por aquí pasará el AVE, cuando pase. Casi en la raya del horizonte, un castillejo con un pueblito apiñado a sus pies. Charcos de lluvia. Matas de flor amarilla en los ribazos. Un bancal de palmitos junto a un vertedero que pudre al aire. El verdor feraz de los campos delata la huerta valenciana, una explosión de naranjales se mete pecho adentro, estamos llegando a Xátiva pero desde el tren no alcanzo a ver el carrer blanc de Raimon. Una gran locomotora color trigo maduro dormita aparcada en una vía muerta. Esbeltas casas señoriales de huerta junto a la solidez de un viejo maset de llauraor. Y una barraca blanquísima, una sola, alzándose valiente y desnuda en el centro de un mar de verdor.
Una iglesia de pueblo con su torre. Cañares. Chopos y álamos. Acequias. Huertos pobres con vallas elementales hechas de traviesas y somieres amarrados con alambre, coronados de buganvilias rojas y moradas. Más acequias. Grajillas de ébano sobrevolando el tren, cruzándose y descruzándose en un desaforado ballet de encaje loco. Palmeras, limoneros, exhuberancia de frondas, huertos ubérrimos, campos aprovechados al milímetro para la feracidad. Tierra roja y mullida. Casas blancas. Árboles de esmeralda. Bancales de terciopelo y seda. Acequias. Más acequias. Y de pronto, el Xúquer verdiazulado discurriendo manso en busca del mar. Una congoja rabiosa de sed me cierra de golpe la libreta. No quiero escribir más.

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