lunes, 21 de julio de 2008

¡¡Y TU COMO TE LO MONTAS!!

Si no tienes un mueble montado por ti mismo es que no estás a la última en decoración
Hace años, pongamos cincuenta, las tiendas de muebles eran unos establecimientos amplios, muy mal iluminados, donde se almacenaban dormitorios, comedores, salas de estar, tresillos, percheros, butacas, etc. Entrabas, observabas el género acompañado por el vendedor que te asesoraba y si algo te interesaba lo pagabas al contado, a plazos (o pagabas a la entrega) y al día siguiente lo tenías en casa, protegido de cualquier golpe con mantas. Montado, como es lógico, por unos profesionales del ramo. Aquello desapareció y hoy esas tiendas, sin apenas espacio, te presentan un catálogo sobre el que escoges, encargas el mueble elegido, entregas una señal generosa y con un poco de suerte dos meses después lo recibes.
Ante este panorama apareció, en plan competitivo total, el diseño y el montaje Ikea, una compañía sueca dedicada a solucionar todas las necesidades de acomodo en un hogar de nuestros días, cuyo nivel de implantación queda confirmado con los 145 millones de ejemplares que publican de su catálogo. Compras el artículo, te lo llevas tú mismo (como puedas, ése es tu problema) y lo montas tú mismo (como puedas: mitad hoja de instrucciones, mitad intuición). Bajo estos principios es como la compañía se ha introducido en el mercado de todo el mundo. Cualquier hogar cuenta con algún elemento de esta empresa, pero hasta poder disfrutarlo y ser apreciado por las visitas (que además tienen otro igual o muy parecido) hay que someterse a un proceso que se aproxima mucho al masoquismo.
Lo de estar jubilado tiene ventajas pero también inconvenientes como el que alguno de tus hijos te involucre para que le acompañes a comprar en Ikea. ‘Es que a la niña ya le hace falta una cuna y un armario para su habitación y como tu coche es más grande caben mejor’. Y tú cedes aún sabiendo lo que te espera porque ya lo has experimentado y has jurado, en falso, que no serías reincidente. Son sacrificios que se hacen por los hijos aunque, no obstante, tengo entendido que en muchos casos se crea adicción. Es el llamado ‘ikeadictismo’.
Antes de llegar al centro elegido y que tratas de que no sea alguno de los conocidos anteriormente para no repetir los inconvenientes de la experiencia, te encuentras con el gran atasco de la carretera -Ikea siempre está en las afueras- ya que el propio comercio, en su publicidad, te sugiere que llegues pronto para evitar aglomeraciones. Refiriéndose a las de dentro, debe ser, pero no a las de fuera ya que es cuando todo el mundo se dirige a sus respectivos trabajos. Una vez que consigues aparcar, a una distancia considerable de las puertas de acceso al inmenso local, penetras en él sintiéndote como debió sentirse Jonás al ser engullido por la ballena. ‘Coge una bolsa -te aconseja tu hija- por si vemos algo’. Una enorme bolsa que, efectivamente, se va llenando poco a poco de cosas que para nada te hacen suponer su necesidad dado que ya forman parte del ajuar casero y creo que están en buen uso. Unos manteles individuales, un sacacorchos, unas bombillas, unas cucharas de madera. “Pero si ya tienes / Ya, pero están muy bien de precio, total por un euro”. Ante semejante ganga la esposa no se queda atrás: “Coge otro juego porque las nuestras están ya muy viejas”. El peso de la bolsa va aumentando y el departamento de cunas no aparece en ninguno de los pasillos recorridos que se me antojan laberintos, trampas instaladas para que te quedes allí eternamente. Alguna de las dos sugiere tomar un café porque “además, como es entre semana, te invitan a desayunar, me parece”, y debe ser cierto porque la cafetería está a rebosar de gente. Por tanto hay que soportar una enorme cola para conseguir un café, en un vaso de plástico, tras haber aguantado otra para obtener el ticket que te permite solicitar el café. Otro aspirante a comprador tropieza levemente y te derrama el café; no pasa nada grave pero hay que enfrentarse de nuevo a la cola para conseguir otro o renunciar a entonar el cuerpo. Qué se le va a hacer.
La información de los vendedores no es muy precisa ya que mientras uno considera que ya hemos pasado el departamento de ¡¡Albricias, ahí están!! observo, suponiendo que Rodrigo de Triana tuvo una alegría similar cuando descubrió la primera tierra americana. las cunas, otro nos recomienda que sigamos la línea de flechas hasta encontrarlas. Y además, los armarios y estanterías están a continuación. Por fin se va a acabar la odisea de sentirse privado de libertad, pero no pasa de ser una ilusión porque es en ese momento cuando comienza la verdadera odisea.
Ahora que nos hace falta no encontramos ningún vendedor y si te desplazas te expones a perderte y no volver a ver a la familia nunca más. Vislumbro uno relativamente cerca y me lanzo, literalmente, sobre él, del mismo modo que lo hacen otra media docena de clientes que, por la foto finish, se comprueba que han formulado antes su pregunta. Veinticinco minutos después se dispone a atenderme. “Pues queríamos esta cuna y este armario”. El dependiente, que me supone instruido en las normas de la casa me pregunta el código. “Pues…no le puedo decir… es esta cuna y ese armario”. Me mira haciéndome sentir insignificante por desconocer el código y él mismo lo consulta y anota. El dependiente se aleja y creo que ha decidido dejar de atenderme. “¡¡Eh, oiga…!!” No me da tiempo a terminar mi reclamación. “Un momento voy a consultar si hay existencias”. Teclea ante la pantalla del ordenador, insiste haciendo gestos extraños y se vuelve a mi que observo atentamente el proceso. “El armario sí, pero la cuna no hay ese modelo, creía que había pero se han agotado; este otro modelo es prácticamente igual y tenemos existencias”. Se da cuenta de que en la pantalla no aprecio sus características y me indica que le acompañe a donde está en exhibición. Mi hija no está conforme con el cambio y considera si hacer o no la compra, cosa que mientras ocurre, facilita la fuga del vendedor para atender los problemas de otros clientes abandonados a su suerte. Mi hija decide que el nuevo modelo ofrecido también le sirve y opta por la compra, pero el vendedor ya no está. Veinte minutos después vuelve a aparecer y le confirmo la compra además de, en esta ocasión, facilitarle el código. Me extiende un recibo. “Tienen que pasar por caja para pagarlo y recogerlo, con este ticket en el departamento de entregas, en caja les dirán donde se encuentra”. Llegar hasta la caja no es fácil ya que todavía queda medio establecimiento por recorrer y en el camino hay muchas trampas en forma de jarrones, pinzas para la ensalada, tazones, cojines, saleros, cuchillos de cocina… Hay que hacerse con otro bolsón donde introducir las nuevas e inútiles adquisiciones.
Por fin llegamos a las cajas, muchas cajas, pero pocas cajeras, lo que equivale a que multitud de personas deseando pagar para poder salir a la luz y el aire libre, se amontonen de forma más o menos ordenada. O sea, otra cola. Empujando un poco no consigues que pase el tiempo más deprisa pero te ilusionas pensando que estás más cerca de la caja y de la cajera hasta la que, por fin, llegas y exhibes ante ella todas las menudencias adquiridas además del ticket que demuestra tu interés por la cuna y el armario. Todo parece haber terminado. “Un momento, por favor, es que hoy van muy los datafonos y las tarjetas se tardan en leer”. Los que me suceden en la cola se inquietan, se les oye murmurar, creo que contra mi, no contra la compañía telefónica. El pago es aceptado y me entregan el justificante de pago. “Con este ticket tiene que ir a recepción de compras para que le entreguen su compra; está al fondo”. Vuelta a empezar; el nuevo departamento posee un dispensador de tíckets con la intención de mantener un orden, pero no deja de ser otra cola. Además el ticket en cuestión hay que entregarlo en el mostrador, junto al comprobante de pago y para ello hay que ponerse tras de quienes intentan la misma operación. Diez minutos de nada. Una vez conseguido, me indican que debo esperar unos veinte minutos para que preparen el pedido, pero que puedo acudir al bar para hacer tiempo. “Cuando su pedido esté preparado su número aparecerá en la pantalla”. Ni bar ni nada, me quedo observando la pantalla, sin pestañear, para que cuando aparezca mi número –que no paro de repetir mentalmente- no me encuentre ausente y tenga que volver a esperar quién sabe cuánto tiempo más. No son veinte los minutos esperados hasta que mi número aparece en la pantalla, sino treinta y cinco. Entrego el ticket y me entregan un voluminoso paquete. “Oiga, que son dos cosas, una cuna que debe ser esto y un armario”. El empleado verifica los datos y se aleja desapareciendo en las interioridades del departamento. No me queda más remedio que esperar acontecimientos. Esta vez la cosa ha sido más rápida; a los cinco minutos el empleado que me dejó con la palabra en la boca aparece empujando un carromato. “Su armario, es que se había traspapelado el pedido, como eran dos artículos, puede llevarse el carrito hasta el coche, gracias”. Estoy tratando de cubicar el espacio de mi coche para ver la manera de introducir en él las compras, pero no me salen los cálculos. Decido, no obstante, intentarlo y me dirijo a él empujando el carrito que se va de un lado para otro a la vez que los bultos me impiden ver cuanto me rodea. “¿A dónde vas?, el coche está aquí”. Al coche, le bajo los asientos traseros y lo convierto en furgoneta, aún así, se me antoja mínimo el espacio. Es imposible que consiga introducir en él aquella compra. Lo intento de una manera, de otra, saco un paquete para introducir otro pero, entonces, el sacado no hay donde colocarlo. Al final y con grandes sudores consigo colocar los dos bultos más grandes. “Ahora. ¿Qué hacemos con todo esto?, además vosotras tampoco tenéis sitio”. A grandes males grandes remedios: “Bueno, eso no importa, cogemos un taxi y las cosas pequeñas las llevamos con nosotras”. A todo lo padecido hay que añadir, ahora, el importe del taxi con lo que los muebles se alejan del inicial precio razonable.
Una vez trasladado todo hasta la casa de mi hija, me comprometo con ella: “el sábado vengo y os ayudo a montarlo”, mi mujer no lo cree ya que sabe lo manitas que soy. El sábado me presentó dispuesto a, en un santiamén, dejar todo en orden para su uso. Lo de la cuna no ha sido difícil, aunque con la ayuda de mi yerno. Pero el armario… ¡¡Ay, el armario!! Aquello es un rompecabezas donde, a simple vista, nada coincide entre sí. Todos los tableros son aparentemente iguales y ni siguiendo el papel en que están indicadas las instrucciones de montaje hay forma de organizarse. Paso 1: ensamblar la pieza 17 con la 22 utilizando el tornillo 5. Pero es que el tornillo 5 es igual que el 6, o a mi me lo parece. Como buenamente podemos vamos avanzando en el montaje, pero no conseguimos terminarlo; debemos continuar el día siguiente, el domingo. Más que continuar, empezar, ya que no comenzamos el montaje a partir de la base y resulta imprescindible. De tanto poner y quitar los tornillos equivocados, la llave allen pierde sus ángulos y menos mal que nos queda la de la cuna, apenas usada. La conseguimos terminar y me lo quedo mirando con cara de odio. Lo que nos ha hecho padecer. Mi hija lo contempla sin que asome en ella ningún atisbo de emoción: “Está bien, para salir del apuro; el año que viene a ver si compramos un dormitorio más en serio porque esto de Ikea, además, lo tiene todo el mundo”.
El año que viene, o cuando sea, que le traslade los muebles un transportista y se los monte un profesional. Yo, después de la experiencia de Ikea, que no cuenten conmigo, me haré el sueco y me quedaré esperando en el coche mientras escucho a Abba, que también son suecos, igual que los dueños de Ikea.

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