miércoles, 1 de octubre de 2008

A PARTIR DE LOS SESENTA...

Estoy a punto de cumplir los sesenta y dos años. Es una edad que de haberla alcanzado en la época de de Atapuerca sería, cuanto menos, el anciano más venerable de la barranca.

Los muchachos trogloditas no hubiesen ganado los suficientes nummulites para ponerme las velas de sebo de mamut en la tarta. Y la fiesta se recordaría como el hito más sonado desde el descubrimiento del fuego. Me habrían ofrecido puré de hígado, al carecer de dentadura, y la gruta se encontraría repleta de colegas de poderosas mandíbulas llegados de Altamira y de Cogúl (Lérida) para felicitarme. Estoy seguro, incluso, que el pintamonas del clan me habría obsequiado con un retrato, sobre la pared de los bisontes, en recuerdo de mis grandes gestas juveniles como cazador. “¿Ve usted este garabato con el arco y la flecha apuntando hacia su propio esternón? –comentaría Gluk, con el pincel en la mano- pues es usted, mi querido homo sapiens Gómez”.

Y es que la tercera edad –la tercera y noble edad, amigos- ya no es lo era. Gracias a los adelantos de la genética, llegar a los sesenta se ha convertido en el momento adecuado para operarse de fimosis, abandonar la casa paterna y empezar a buscar novia. Es más, llegar a centenario, según leemos en la prensa, se encuentra a la vuelta de la esquina de cualquier laboratorio que tenga latas de ADN y una buena gama de antibióticos y vitaminas. Con decir que a las ratas que superan las pruebas de rejuvenecimiento las mandan directamente a una guardería, está todo, prácticamente, dicho. Solo falta que estos adelantos lleguen a los centros de salud y los pobres facultativos dejen de firmar recetas para practicar la medicina. El señor Bernat Soria tiene la palabra en esto de quitarle el prestigio a Matusalén.

En lo que a mi respecta, si no estoy hecho un roble, me encuentro, al menos, como un chopo si juzgamos por el diámetro de la cintura ¿Cuál es el secreto de ésta prolongada juventud? No lo sé a ciencia cierta, porque exceptuando las doce o trece pastillas que me tomo a diario por prescripción facultativa, (aunque eso en el aspecto exterior no se percibe) y alguna que otra partida al dominó, no gozo de hábitos muy saludables. Pero es probable que algo del asunto tenga que ver con una metedura de pata del famoso agente 007, a la hora de preparar el Dry Martín. James Bond, a partir de “Goldfinger”, se divulgó la tontería de agitarlo en una coctelera –como si el barman fuese el tipo de las maracas de la orquesta de Pérez Prado- en lugar de moverlo suavemente, en el vaso mezclador, a ritmo de vals, como indicaba William Powell en “La cena de los acusados”, el auténtico vademécum cinematográfico de la coctelería.

Los esnobs de la época nos apuntamos a la moda de Bond, sin pensar que estábamos acabando con el clasicismo e inaugurando la etapa, no menos trascendente en la historia de la cultura, del Mambo y de la Rumba. Y aquí se encuentra la clave de todo. Un estudio de la Universidad de Western Otario, publicado en la revista “British Medical Journal” (1999 descubrió que el martín de Bond –agitado no batido- reforzaba las propiedades antioxidantes del combinado, y que, ingiriéndolo se reducían, de forma notable “los riesgos de enfermedades cardiovasculares y de ataques cerebrales”. El famoso agente británico había cambiado su “licencia para matar” por la de “curar”.

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