viernes, 5 de diciembre de 2008

¿EL UNDÉCIMO?: ¡NO AGOBIAR!

Rubios o morenos, fortachones o enclenques, con los ojos azules o marrones, tímidos o ‘echaos p’adelante’: hay muchos elementos de nuestro ser (y de nuestro ‘estar’) que no podemos elegir. Nacemos con ellos y, de hacer caso al refranero, “genio y figura, hasta la sepultura”. Cito una característica innata más con la que tenemos que pechar: unos vienen al mundo agobiados y, otros, con más cara que espalda.
Me hacen muchísima gracia los nombres que eligieron para sí algunos grupos musicales españoles en las últimas décadas: ''No me pises, que llevo chanclas'', ''Dinamita pá los pollos'',"Mojinos Escozíos"… No me digan que no hay un derroche de ingenio… Provocador, tal vez; pero a mi mente burguesa y adocenada no se hubieran ocurrido jamás esos nombres.

Sin embargo, hay un grupo cuyo bautismo, más que hacer reír, obliga a pensar un poco: ''Hijos del agobio''… ¡Exacto!: los vástagos de nuestros tiempos, de estos tiempos, vivimos con el agobio montado en la chepa independientemente de nuestra idiosincrasia. ¿O es que usted no ha oído decir alguna vez hasta a ese 'vivalavirgen' al que lo mismo le da ocho que ochenta lo de ''¡no puedo más: estoy agobiadísimo!''?

Y como yo soy un 'sufridor' frecuente de las presiones, los empujones, las angustias del agobio, he dedicado algunos ratos a pensar cuáles son las causas de esa sensación opresiva, como de falta de aire para respirar y de espacio para moverte…

Lo primero que se le viene a uno a la cabeza –creo, vamos- es que el agobio está directamente relacionado con las prisas… ¡Que no es lo mismo viajar pausadamente en diligencia, haciendo largas paradas en las posadas –que, por mucho que estuviesen pobladas de chinches, ofrecían jergón y almohada al viajero- que plantarte en Nueva York desde Madrid de una sentada de avión! Médicamente demostrado está, por el llamado jet-lag, que esos súbitos cambios de horarios, de estación, de ritmo de sueño y de alimentación son nefastos para el cuerpo; y, en mi humilde opinión, también para el espíritu… Pero como sarna con gusto no pica y todo acaba por hacernos callo, hemos asimilado que los nuestros son tiempos raudos, veloces, apresurados y eso ya no parece agobiarnos. Lo hemos incorporado, lo traemos debajo del brazo, como dicen que ocurre con el pan y los bebés…

¿Entonces?: entonces uno puede sentirse agobiado por exceso, por los excesos… A veces me imagino a las mujeres y los hombres de hoy como a esos prodigiosos malabaristas del maravilloso Circo del Sol: tratamos de mantener bajo nuestro control una veintena de pelotitas de todos los colores porque no nos queda más remedio… La familia, el trabajo, los puntos del carné de conducir, los ingresos, los gastos, el consumo de televisión, los niños, los padres que van envejeciendo, mantener al día nuestro cuerpo y nuestra mente, no perdernos nada, estar en todo… Y no, no es posible: como no nos transformemos en pulpos, nuestras manos no serán capaces de acudir a tanta pelotita. Así, no quedan más cáscaras que elaborar un férreo orden de prioridades: hacer gimnasia –por ejemplo- es estupendo; pero, evidentemente, no tan imprescindible como permanecer una noche en vela cuidando de un niño o un señor enfermo; cenar en un restaurante de moda es apetecible, incluso recomendable, pero no tan urgente como poner al día los documentos que necesitaremos para hacer una declaración de la Renta impecable… Y todo así, en ese plan.

Sin embargo, también es característico de nuestros tiempos el agobio por defecto… ''La soledad me agobia mucho'', oyes con frecuencia… Y es bien cierto: la opulencia material de nuestras sociedades desarrolladas enmascaran grandes carencias afectivas, de compañía, de compasión… Y esas carencias nos agobian, nos pesan en el alma como si lleváramos un yunque colgado del cuello.

¡Y lo que nos falta para el duro es que nos toque convivir – en casa, en el trabajo, en el círculo de amigos, en el viaje de fin de semana – con uno de esos 'plastas' cuyo programa de vida es dar órdenes a los demás, recordar constantemente a los otros lo que no se ha hecho y se tiene que hacer, dar la vara con requerimientos fútiles! ¡Hasta ahí podíamos llegar, hasta semejante sobredosis! En tales casos y circunstancias, yo suelo decir tajantemente al 'plasta': ''Recuerda el undécimo mandamiento, majo: ¡no agobiar!'' Y me quedo más ancho que largo, sin ningún agobio.

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