lunes, 29 de abril de 2013

ESPAÑA VA... MAL.


No hace falta remontar mucho la memoria para recordar ese país próspero donde vivíamos, adorando al becerro de oro. Ayer no más eran los tiempos de Españavabien. España va bien, lo repetía aquel tipo y, después de todo, no se ponía en duda, porque algo así apetece creérselo y porque, a falta de ideologías, nos conformamos con la publicidad. Damos por verdadero lo que se dice muchas veces y lo repetimos como si fuese una opinión y no un estribillo. Donde un día se dijo España va bien, muchos dicen ahora España va mal, porque toca, sin que su vida haya cambiado sustancialmente, pues, en medio de todas las adversidades, en honor a la verdad, hay que reconocer que no a todos les ha afectado este revés de las cosas, por más que sirvan de eco a la tarandilla oficial y se apunten al pesimismo ambiental por inercia y porque sale en televisión como el bífidus activo.
España iba bien, recuerdan, y de eso hace bien poco. Por lo que sabemos a día de hoy, en aquel pasado reciente no había tampoco moral ni valores ni equidad ni justicia, pero había dinero y eso parecía suficiente. Había dinero o parecía que había dinero, porque qué es el dinero mismo sino simple apariencia; un papel que te asegura la presencia de un oro que nadie sabe dónde está, una fábrica de intereses en la que nosotros hacemos el papel de bobalicones y ajenos. No tenemos ni idea, ésa es la verdad. Sólo nos tocan las duras y las maduras cuando tocan y disfrutamos lo bueno mientras duró, igual que ahora padecemos lo malo sin saber muy bien por qué. La pobreza de hoy es igual de sospechosa que la riqueza de ayer, pero el bienestar no levanta suspicacias. Mientras se viva bien, a qué viene plantearse la angustia, plantearse nada. Lo que pasaba no era normal, pero era divino. Los bancos regalaban dinero a cualquiera y cualquiera se iba de viaje al Caribe y se compraba un piso de lujo y un apartamento en la playa y un coche de alta gama y la mar en coche. España iba bien, lo decía aquel tipo y a cualquier pringado le hacían una tarjeta oro y le llamaban distinguido cliente. Vaya lujo y quien lo trujo.
Estudiar no servía para nada, los alumnos se largaban del instituto en 3º de ESO a trabajar en la obra para participar del boom del ladrillo, después de hacerle un corte de mangas al profesor
-Ahí te quedas, voy a ganar el doble que tú, pringao.
Y, después de unas semanas, iban a cortejar a las niñas en un flamante deportivo descapotable parpadeando los focos al mismo ritmo de la música chunga-chunga de la radio a todo volumen. Triunfador de la vida a los dieciséis años sin necesidad de estudiar, de pensar. A quién se le ocurría pensar en aquellos días de vino y rosas. Había dinero, había subvenciones, había créditos. También políticos que no le interesaban a nadie y que tampoco se esmeraban por atraer la atención hacía sí mismos. El apoliticismo, extendido entre la mayoría, era un fenómeno que los propios políticos observaban con complacencia. De este modo, podían hacer y deshacer a su antojo sin ser vigilados en sus idas y venidas, porque los políticos a diferencia de los apolíticos sabían que aquella racha de prosperidad no iba a durar eternamente y, como la hormiga, almacenaban el grano para el invierno. Sus viajes a Suiza pasaban desapercibidos porque a todo el mundo le importaban un pijo. Éste es un país generoso, mientras tengas los bolsillos llenos, te importan poco cómo estén los bolsillos de los demás. Nada fue para siempre, sin embargo, la prosperidad estalló por sus costuras y a la cigarra le vinieron tiempos duros, después de tan largas vacaciones. Se acabó el trabajo, el crédito y las subvenciones y los políticos, hasta entonces invisibles, tomaron peso en sus vidas. Llegaron los recortes, los despidos, los desahucios, las reformas laborales, cómo es eso. Y, para pedir cuentas, era demasiado tarde. Tampoco se sabía muy bien cómo hacerlo, tantos años macerados en la total despreocupación, en el desentendimiento de los asuntos de estado, no dan de sí para ningún tipo de pensamiento crítico. Sin estudiar, sin pensar y bebiendo en la tele, la ciencia de Operación Triunfo y Gran hermano, dónde vas, Manolo, a estas alturas.
La indignación, vale, pero sin organización es como una orgía de Lepe. Con un garrote no se levanta un país sino, a lo más, la charanga del tío Honorio.
El asunto, claro está, se viene hilando fino desde hace décadas. Para desbancar a los políticos actuales, se necesitan políticos nuevos que no se han formado en estos años. Las demás posibles vías; acabar con todos los políticos en bloque y derogar la Corona, llevarían a una acracia imposible o a una dictadura militar o a un gobierno burocrático designado desde Alemania con tintes hitlerianos. La historia de España es como una morcilla, está hecha de sangre y se repite, decía el poeta Ángel González. Tendremos que desmentirlo como sea.

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