sábado, 14 de junio de 2008

NO, TÚ NUNCA SERÁS...

Iba yo caminando sin rumbo fijo, cuando me encontré con una pequeña manifestación, no era muy grande ni tampoco muy habitual, pero no por ello menos importante, y de pronto me fijé en ti. No sé tu nombre ni cuantos años tienes, aunque con seguridad son pocos porque tu cuerpo es aún pequeñito; tanto, que tus ojos quedan a la altura de las piernas de la gente, sin alcanzar siquiera su cintura. La gente que se mantiene en posición erguida, me refiero, la que anda dando pasos instintivamente sin darse cuenta que los da, primero un pie, después el otro, ahora levanto el derecho, ahora el izquierdo, ahora me paro a ver un escaparate, ahora echo a correr para alcanzar el autobús. Tú también andas. Pero para hacerlo necesitas un aparato muy grande y muy negro, todo de hierro, con unas barras rígidas y gordas a las que te aferras desesperadamente porque sin ellas te caes de bruces.
No sé tu nombre, ya digo. Sí sé que tienes el pelo de un rubio pálido como las gavillas de trigo de los campos sin sol, y que se te desploma sobre la frente cuando te cansas de mantener levantada la cabeza. Me pareció que te cansabas demasiado. Más de lo que tus fuerzas podían soportar. Pero te empeñaste durante mucho rato en someter al cansancio y te vi negarte varias veces, con resuelta firmeza y hasta con rabia, creo, a que tu padre te cogiera en brazos. A mí la delgadez extrema de tus piernas blancas, abrazadas también por dos hierros muy negros para que no se te doblaran con el liviano peso de tu cuerpo, se me metió corazón adentro y me lo apretó tanto que se me encogió. Entonces miré tus ojos. Y descubrí que en ellos llevabas enganchado todo el azul del cielo.
Tu formabas parte de un escuadrón sin armas que se había echado a la calles de la ciudad para reclamar justicia. No caridad, ni compasión, ni lástima: justicia. Ibas con tus padres y un hermanito o hermanita todavía bebé, dentro de un cochecito. Alrededor tuyo había coches más grandes, sillas de ruedas las llaman, con personas de las que no se mantienen erguidas ni pueden andar echando primero el pie izquierdo y luego el derecho, o al revés. Y habían más niños, unos pequeños como tú, otros mayores, sujetos a sus sillas rodantes por correas dulcificadas con almohadillas, con el cuello vencido hacia un lado y los ojos muy abiertos, la mirada colgada en las fachadas de los edificios y las copas de los árboles, sin entender nada. Pero yo, desde que te vi, no sé qué me pasó que ya no pude dejar de mirarte. Por eso, ¿sabes?, estoy seguro de que sonreíste en varias ocasiones, coincidiendo con el trueno rabioso que los chavales de la colla musical, esos del peinado con rastas a lo Bob Marley, arrancaban de sus instrumentos de percusión buscando agujerear los oídos empecinadamente sordos de nuestros políticos. Y los de la gente que iba por las aceras tan contenta, también.
Como la manifestación fue bajando y subiendo por plazas y calles y se paró delante de la Subdelegación del Gobierno, antes de llegar a la torre vacía e indiferente de la Generalitat, el recorrido se alargó en exceso y en algún momento tu padre te alzó del suelo, aunque tú no querías. Te recostaste sobre su cuello, casi vencido por el agotamiento, y desde aquella altura lo contemplabas todo con tus ojos azules desmesuradamente abiertos, como queriendo abarcar la ciudad entera. Tu padre necesitaba los dos brazos para sujetarte bien, y tu madre no podía empujar sola el carrito de bebé y tus negros hierros de andar. Una señora se acercó y empuñó tu andador. Entonces tú te enfadaste mucho. Mirabas a tu padre, mirabas tu andador y con tu puñito cerrado empezaste a golpearte el pecho. Tu padre explicó: dice que es suyo y quiere llevarlo él. De repente comprendí que tampoco hablabas. Y me fijé en que tus brazos, frágiles como alas de mariposa, se movían con esfuerzo, desmayo y cierta descoordinación. Está claro, lo tuyo no es polio. Puede que sea parálisis cerebral de nacimiento. O una enfermedad degenerativa, una de esas distrofias bordes que día a día, con empecinamiento silencioso, se van apoderando de los cuerpos hasta transformarles la carne y los huesos en algodón.
O sea que tú, niño con ojos de cielo, nunca serás capitán del equipo de futbito de tu barrio. Nunca correrás detrás de una pelota, ni treparás por las piedras persiguiendo una lagartija, ni les harás ahogadillas a tus compas en la Malvarrosa, ni te subirás a un árbol buscando nidos, ni tampoco podrás participar en una maratón, ni serás campeón de judo en el cole. Supongo que todavía no lo sabes. O sí. A lo mejor ya te has dado cuenta de tu diferencia, a pesar del cariño con que en casa tratan de paliar tus limitaciones. Y por eso eres tan fuerte en tu debilidad, tan firme en tu determinación, tan gigantesco en tu pequeñez. Por eso obligaste a tu padre a bajarte, y volviste a agarrar con tus bracitos de junco el andador de hierro para seguir la manifestación andando. Con un esfuerzo titánico, pero andando.
Tú no sabías que tu figura pequeñita y vacilante era la estampa de la dignidad. Y un bofetón sobre la cara de los políticos que racanean la aplicación de la Ley de Dependencia. Tú no sabes que vives en una tierra jacarandosa donde importan más los eventos deportivos, los banquetes, las alharacas y los halagos a los ricachones, que los derechos básicos de las personas. Tú no sabes que tu alcaldesa se gasta los millones que hagan falta en competiciones de vela, en circuito urbano para la competición de formula uno, y no encuentra cuatro euros de mierda para rebajar las aceras y que los que van en sillas de ruedas puedan transitar por la ciudad sin depender de nadie. Tal vez por eso, viéndote, me acordé de un padre, Miguel se llamó, que como el tuyo quería otra España para el hijo. Y supe que lo que él escribió para el suyo te sirve lo mismo a ti: “¡No te derrumbes! No sepas lo que pasa ni lo que ocurre”.

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