jueves, 26 de noviembre de 2009

EL ADELANTO DE LA PRIMAVERA

No me lo podía creer. Nada más levantarme y asomarme a la ventana las vi brillar como estrellitas recién caídas del cielo, espejeando como escamas de imposibles peces mágicos bajo la luz, todavía tímida y contenida, del primer sol mañanero. Ciertamente no eran una eclosión total y absoluta, un desparrame incontenible de natas hernandianas; pero sí un pespunteo de nácares recién amanecidos, unos desplegados ya en pétalos arrogantes, otros encogidos aún sobre sí mismos en apretado y sedoso botón. No me lo podía creer, pero era cierto: en los bancales han empezado a florecer los almendros. Y ya que estamos en fin de semana vosotros mismos podéis salir a comprobarlo, distracción más barata para tiempos de crisis que un paseo por el campo no lo vais a encontrar.
Os sugiero hacer lo que yo, que tiré de móvil sin pensármelo dos veces y me arrimé a los árboles para recoger en primer plano una de las tempranas flores de almendro, tan a destiempo brotadas. Estos aparaticos son chivatos así que, mientras no borre la imagen para liberar espacio, allí está grabada la fecha inusual de esta hermosura: 24 de noviembre, un día para mi importante al celebrar mi sesenta y tres cumpleaños, a justo un mes de Nochebuena. La memoria más temprana que guardo de la floración de los almendros fue justamente un 24 de diciembre, en el que con total inconsciencia sentí una alegría irreprimible al contemplar tan inesperado regalo, que ni siquiera había que colgar en ningún árbol de Navidad porque venía incorporado a su propio árbol, el de todo el año. Me despertó mi padre y pese a ser muy temprano me hizo salir para disfrutar del milagro, aunque fuera renegando por el madrugón. Pero no habían pasado dos semanas cuando cambió repentinamente el tiempo, y después de una noche de belleza rotunda que cortaba el aliento, con un cielo negrísimo claveteado de estrellas que alumbraban como millones de faroles de plata, llegó el cataclismo. Porque después de aquella noche rasa, transparente, purísima, el campo amaneció con una espesa costra de escarcha endurecida y los árboles, bruscamente encanecidos, supieron que toda su arrogancia floral había sido condenada a morir cuando apenas había empezado a nacer.
Durante lo poco que quedaba de diciembre y durante todo enero y parte de febrero, exceptuando alguna escasísima etapa pasajera de blandura, todas las noches heló. Todas las mañanas amanecieron blancas. Y todo lo que había venido al mundo antes de su tiempo natural (flores, frutos, insectos, pájaros), murió de forma tristísima arrasado por las escarchas, rajado y aniquilado por el implacable filo verdugo del hielo. Así que aquel año, al llegar la primavera, en las ramas verdecidas de los árboles no alcanzó a sobrevivir ni una sola esperanza de almendra, porque no hubo una sola flor capaz de cuajar el fruto.
De manera que este año, que ni siquiera ha habido que esperar a diciembre para que los árboles latan desorientados por una climatología en la que el calentamiento global ya es algo más que una fantasía de agoreros, los almendros se han dislocado suicidamente, y se han echado a florecer cuando deberían permanecer todavía en letargo, haciendo acopio de savias y jugos para alimentar la futura plenitud frutal. Una plenitud nonata, abortada, condenada a una muerte segura porque los fríos llegarán, y caerán las escarchas, y los hielos acuchillarán las ramas de los almendros llevándose por delante hasta el último rastro de flor.
No sé por qué, el sinsentido de esta temprana floración inútil me ha llevado a pensar en esas adolescentes, esas niñas, sorprendidas por un embarazo no deseado antes de su tiempo natural. Y en esos pétalos de nácar y esos botoncitos de seda que, por las leyes lógicas de la naturaleza, están condenados a morir acuchillados por el hielo. A lo mejor, si a esas niñas se les hubiese hablado más (y sin tanta hipocresía) de sexo, sus vientres no se habrían echado a florecer tan temprano. Y, en consecuencia, las flores podrían haber llegado a ser fruto.

No hay comentarios: