viernes, 30 de mayo de 2008

LAS ARDILLAS Y LOS DIOSES

Y lo sabes. Lo sabes en cuanto le ves ahí sentado en el salón con los pies encima de la mesa, mientras tú te mueves silenciosa por la cocina. Ya lo sabías antes; lo sabías desde que llegó a la casa sin saludar: Lo sabías ya oyéndole moverse por el pasillo, en el baño, bajo la ducha, buscando la ropa para vestirse. Y lo sabes ahora, cuando sigue ahí sentado en silencio, con la mirada turbia y los músculos tensos bajo la ropa. Eres capaz de oler su rabia como él es capaz de oler tu miedo. Y también sabes que necesita una excusa, pero que si no se la das la va a encontrar igual. Así que te arriesgas, y te acercas andando como una geisha, y dejas la bandeja de la cena sobre la mesa, y no quita los pies, y te sientas a su lado ¿ni demasiado lejos ni demasiado cerca?, con los nervios de punta y la tensión en el cuello, y miras sin ver la televisión. Notas el latido en las sienes, y empiezas a oír el sonido del corazón, y el no tardará en oírlo. Le miras de reojo. Ese silencio, todo ese silencio, va dejando sin oxígeno la habitación.
Y lo deberías de haber sabido desde que conociste a su madre, con su perfecto andar silencioso, con su inquietud de ardilla, con su sonrisa entre tímida y miedosa. Lo deberías haber sabido en esa primera comida en casa de sus padres de la que saliste entre incrédula y avergonzada pensando cómo puede aguantar eso.
Lo deberías haber sabido en esa primera comida, cuando no entendías por qué su madre no terminaba de sentarse y no empezaba a comer; ¿qué estaba esperando? Entonces, los dos pequeños dioses indolentes sentenciaron: le falta sal. Y la pequeña ardilla acepta: otra vez saldrá mejor. Y la imaginabas multiplicada toda la mañana entre el mercado, los tres pisos de interminables escaleras de un edificio sin ascensor; los tres platos de alta cocina y las exigencias continuas de su pequeño dios entronizado en un sillón del salón.
Los indolentes enseñaban al cielo sus botellines de cerveza vacíos, y la pequeña ardillita preguntaba: “¿Qué quieres, otra cerveza?” Y uno u otro, daba igual, ya se confundían, decían: “No, espero a que venga sola desde la nevera”. Y la ardillita se levantaba y traía más cerveza que nunca estaría suficientemente fría, pero ella ya sabíamos que no hacía nada bien… porque después de tantos años relacionándose con un dios, la obicuidad casi ya la dominaba, pero aún tenía serias dificultades con la omnisciencia.
Y lo sabías todos y cada uno de los días que siguieron. Pero hoy, mientras sigue en silencio rumiando su rabia, y tú sigues pensando en cuál puede ser el problema: el trabajo, el jefe, un compañero o todos, el coche, las camisas si planchar o el universo todo que confabula contra él, y concluyes que no tienes ni idea, porque, porque sí, tú también tienes muchas dificultades con la omnisciencia… Hoy, precisamente hoy, no tienes ninguna duda. Sabes perfectamente cuál es el lenguaje que entienden los dioses. Y entonces te levantas y en un perfecto castellano le dices: voy a recoger tus cosas que te vas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

De una manera muy sutil y elegante tocas el tema de la sumisión de la mujer en el hogar, eso efectivamente sigue pasando hoy en nuestros hogares aunque y afortunadamente, mucho menos que antiguamente. Te felicito por la agilidad, claridad y sencillez en como expones tus temas, sigue así.