jueves, 1 de octubre de 2009

COMO TODOS LOS SEPTIEMBRES...

Puntuales y exactas, como todos los años se han presentado las lluvias en nuestra comunidad reclamando una vez más sus caminos reales, antiquísimo derecho que la madre tierra les reconoció desde tiempo inmemorial, firmándolo a perpetuidad con tinta indeleble de violentas espumas desbocadas. Y, como todos los septiembres, las aguas han ido dejando a su paso un reguerón de destrozos, un desconsuelo de cimientos arrancados de cuajo, una infinita angustia de viviendas inundadas, garajes convertidos en lagos, calles condenadas al desastre por la irresponsable construcción de muros que se transforman en diques suicidas, encajonando el caudal de la lluvia y haciéndolo subir de nivel hasta cotas de verdadero pánico.

Como todos los septiembres, miles de ojos temerosos han pasado horas pendientes del cielo, siguiéndoles el rastro lívido a los zurriagazos terribles de los rayos, calculando la distancia del núcleo central de la tormenta por el tiempo transcurrido entre la fogarata del relámpago y el estallido tremendo del trueno, más largo y rodante cuanto más lejano, más breve y espantoso cuanto más inmediato. Miles de agricultores han estado calculando el tamaño y la fuerza de las gotas con el estómago encogido y el corazón en un puño, temblando ante la posibilidad de una mutación repentina en la que la lluvia, de golpe y sin avisar, se vistiera de pedrisco inclemente con su larga cola de encajes destructores bordados de miserias. Miles de mujeres que tenían fuera de casa a alguien de la familia, han sentido estrujárseles la garganta por un dogal áspero de inquietudes difusas, las mujeres ya se sabe, en habiendo un peligro que pueda amenazar a los suyos ellas lo presienten tal que si fueran brujas, esos puentes subterráneos, esos túneles, esos vados modernos, esas vaguadas…

Porque lo malo de las lluvias violentas, esas como las recién pasadas que llegan de septiembre en septiembre, es que su potencial de destrucción se nos olvida de una año para otro. A lo mejor por eso se nos caen los palos del sombrajo, de pura desesperación, a los que no tenemos capacidad de decisión alguna a la hora de trazar las infraestructuras que ciegan barrancos y bloquean las salidas naturales del agua, que permiten la construcción de viviendas en avenidas donde a poco que llueva rápidamente se anegan. Pero aún no ha pasado septiembre. Aún estamos en plena época de riadas, de lluvias torrenciales, de gotas frías, de tormentas rabiosas… Aún no ha pasado “la Sanmiguelá”.

De la Sanmiguelá podéis preguntarle a cualquier huertano de la ribera, y que os cuente lo que es ir con los chiquillos subidos en el carro, la mujer y la agüela empujando, la burra con las patas empantanadas en el engrudo del barrizal, y el rugido, más ronco y profundo que el de un dragón infernal, de la riá que viene bajando en la oscuridad, a media tarde pero con el cielo ennegrecido de tempestad, la riá que viene, que rula sierras abajo que ya está encima mismo, Virgencica, que llega, y el carro con la burra que no hay forma humana de desatrancarlo, y donde estará Santa Bárbara, con estos rayos y estos truenos y este miedo, ahora que tanta falta nos hace su protección.

No, aún no ha pasado la Sanmiguelá. Ni tampoco es menester que se presente para que corran riesgo, riesgo de muerte, los que alegremente se aventuran por carreteras comarcales, y hasta por autovías, cuando se rompen los cielos y desploman toda su fuerza sobre la tierra, ya incapaz de absorber más liquido, las aguas desmadradas, buscando sus caminos reales. Porque el agua, y eso la sabe el labrador más analfabeto, no entiende de escrituras. No sabe, ni quiere saber, de contratos con urbanizadoras, ni de promotores, ni de planos, ni de ingenieros. El agua busca siempre sus caminos. Y siempre acaba encontrándolos para ir por ellos. Por las buenas, o por las malas.

Tal vez por eso, a los del campo (y a los de ciudad), nos da tanta lástima y tanta rabia el empecinamiento de los que mandan en cerrar los ojos a la realidad, empeñándose año tras año en proyectar y construir sin respeto ninguno hacia los caminos reales del agua. Porque no habría que gastar ni un euro de los fondos públicos en reparar, año tras año, los destrozos del agua: con dejarle libre su espacio natural, todo resuelto. Y encima, gratis.

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