jueves, 3 de abril de 2008

AMOR SIN FECHA DE CADUCIDAD

Han cumplido ya los ochenta y llevan queriéndose desde los catorce, ayer como quien dice. El noviazgo duró más de diez años y era de los de entonces, guiñarse un ojo desde lejos, asomarse con disimulo a la ventana o decirse una palabreja al vuelo cuando se cruzaban por las calles de La Gineta, su pueblo. La costumbre antigua era que el mozo cargara al hombro una escalera para apoyarla en la pared de la casa de ella y así, sin posibilidad de más proximidades, echar una plática. Ellos no lo hicieron porque muy pronto, en cuanto estuvieron seguros de que lo suyo era amor de ley, él pidió entrada en la casa y como demostró llevar buenas intenciones, se la concedieron. Así que a partir de entonces ya pudieron verse y hablarse más de cerca aunque solos nunca, que siempre estaba la madre, o la abuela, o una tía o un familiar encargado de que el aire corriera entre los enamorados. Sentarse uno junto al otro, vamos, ni por pienso, que ya se sabe que el hombre es fuego, la mujer estopa, se acerca el diablo y sopla.
Ayer hizo sesenta años que se casaron y lo van a celebrar en Valencia con un convite de postín justo el sábado, que por ser festivo al día siguiente toda la familia puede acudir sin problemas. Saturnino Iniesta y Ramona Romero tuvieron cuatro hijos, uno detrás del otro porque entonces no había tele con que ocupar las noches, y al más chiquitico con siete meses apenas se lo llevó al cielo Dios, la pena más grande que ha tenido en su vida, dice Ramona. Los partos fueron como eran entonces, en casa con doña Enriqueta la comadrona, y les dio la teta a los cuatro, al Miguelito sólo siete meses porque se quedó preñada otra vez y se le amargó la leche, pero a la Maria Dolores y a la Josefina dos años largos, y como rosa se criaron. Menos el pequeñín, que se les fue.
Pero el sábado, que es de fiesta grande, a la mesa se sentarán los tres que viven, y sus parejas, y sus seis nietos, uno varón y el resto hembras, y el biznieto, que cumplió dieciocho años y da gloria el verlo, ¡Que buen mozo! Saturnino anda una miaja duro de oído y a Ramona el corazón le da algún susto que otro porque se le desmanda sin avisar, pero vaya, cosa sin mayor gravedad, se comprende que con los años algo habrá que tener.
Ramona se casó de blanco y de largo como una princesa, que ahí están los retratos, y aún se acuerda de los zapatos de novia con madroños que Saturnino vio en el escaparate y dijo: ésos, para ella. Lo cual que cuando iban a ir juntos a comprarlos, a una semana de la boda, su tía se le encaró: ¿Qué te pensabas, ir sola con tu novio?, no, no lo verán tus ojos. Y los acompañó, más faltaría. Lo mismo que el día que echaban en el cine una de Manolo Escobar y la tía se sentó abajo con la sobrina y a Saturnino lo mandó arriba, al gallinero, que quien quita la ocasión quita el peligro. Alguna vez, de refilón, llegaron a cogerse un dedo por una ventanica aprovechando un descuido de la vigilancia, para lo otro hubo que esperar a que les echaran las bendiciones. Y es viaje de novios no fue uno, sino dos: el segundo cuando las bodas de oro, que se fuero ocho días a Palma y otros ocho a Tenerife; el primero más corto, a la finca de unos tíos que está a doce kilómetros de Albacete, primero a lomos de caballería hasta la finca El Toscal y luego a pie por la carretera, con los zapatos de tacón en la mano.
O sea que la señora Ramona no ha conocido más hombre que el señor Saturnino, ni falta que le ha hecho: en siendo bueno con uno sobra, dice. Y dice lo mismo el marido, que no le ve mayor con qué a seguir queriéndose los dos después de setenta años como el primer día que empezaron a festear, ya que eso no es otra cosa que prueba de que acertaron. La vida la han dedicado a su familia y a darle una situación a los hijos, hasta carrera a una, que es médico y de las buenas. Y dicen que, a lo mejor por eso, no los dejan ni a sol ni a sombra, siempre ocupándose de que estén y no les falte un capricho, si se les tercia. En el 61 se vinieron por delante de La Gineta el padre, a trabajar en la construcción y el Miguelito, que con trece años entró en una fabrica de prendas deportivas. Y a los nueve meses, no más volvieron al pueblo con un camión, lo cargaron con los bártulos de la casa y se vinieron todos para Valencia. Nunca tuvo el matrimonio una mala palabra con nadie así que enemigos, ni en La Gineta ni aquí. Y dice la señora Ramona que ella sin su marido no sale ni a la puerta de la calle; y él tan conforme, que los que están hechos a ir juntos, por lo suelto se sienten en desamparo. Eso ahora ya no pasa, le señalé. Y me contestó: porque como cuando se casan ya van hartos, no se quieren como hay que quererse.

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