lunes, 21 de abril de 2008

ELLOS/NOSOTROS, LOS ABUELOS.

La burocracia oficial, desde hace muchísimos años ya, tiene para ellos/nosotros, una calificación que como poco podríamos tildar de desafortunada: clases pasivas. Desafortunada y a más inexacta, porque no encaja con la realidad que pretende recoger. El concepto de pasividad, la misma palabra lo expresa, se sitúa exactamente en las antípodas de la actividad, por lo que se suele asociar a todo lo pasivo la idea de algo, o alguien encastrado en una postura quieta, receptiva, recibidora podríamos decir; contrapuesto, por tanto, a cualquier idea de movimiento, acción o productividad.
La burocracia oficial, con su definición, a lo que se refiere mayormente es a lo último, o sea: a la productividad. Los abuelos ya no están en condiciones de contribuir con su trabajo a reforzar las arcas del Estado. Ya no pueden subirse a un andamio, bregar con las artes de pesca en una barca o bajar al vientre oscuro y húmedo de una mina. Ni tampoco fregarse en un pis pas las escaleras de un edificio de diez pisos sin dejar de cantar “La bien pagá” o “Mi jaca galopa y corta el viento”. Después de cuarenta o cincuenta años de dejarse la piel en el tajo por un salario de mierda, han entrado en la etapa de la jubilación. Ahora cobran del Estado sin tener que mover un dedo. Pensiones que casi siempre, por los escuetas, hay que mirar con lupa para que parezca que se agrandan, pero pensiones al fin. Y con la jubilación han alcanzado también un tiempo distinto, con perspectivas diferentes del tiempo de los jóvenes, en el que el pasado es un terreno amplísimo salpicado de accidentes orográficos variopintos (penas, alegrías, sueños, amores, desencantos, proyectos, logros y fracasos), y el futuro apenas un huertecito pequeño y recogido, manejable, limitado por la valla siempre a tiro de piedra de la muerte.
Tradicionalmente, los viejos que llegaban a esa etapa en condiciones aceptables se dedicaban a ayudar en la casa, a guisar, quitar el polvo de los muebles, hacer las camas, bajar a hacer la compra al mercado, llevar al colegio y al parque a los nietos para que la mamá pudiera estar tranquila en su puesto de trabajo. Los abuelos, cuando les quedaba un rato, se iban despacito, apuntalados en su gayato si era menester, a echarse una partida de petanca o jugarse un dominó con los antiguos conocidos. Las abuelas, más caseras, se quedaban en el sofá delante de la tele, pegando cabezaditas al amor del culebrón con la aguja del ganchillo entre los dedos artríticos. Abuelos y abuelas tenían en su mesita de noche, tan pimpante en su marco, la foto de la mujer o del marido que les había tomado la delantera en lo de irse para el otro barrio, y de vez en cuando le echaban una ojeada teñida de nostalgia: mira tú que joven te conservas, anda que si me vieras a mí. Y enseguida volvían a la faena, a hacer cualquier cosa que se notara para que los hijos vieran que en casa eran de más utilidad que en el asilo.
Sin embargo, de unos años acá esos esquemas han cambiado. Se inventaron el Inserso, los viajes baratos y los paquetes turísticos para la tercera edad en los hoteles. Y a los abuelos, de repente, se les abrió un horizonte inesperado de maravillas. A partir de ese momento sus vidas cambiaron, y un latigazo inesperado de ilusiones casi juveniles les recorrió las carnes amojamadas: más allá del cristal de sus gafas de vista cansada se extendía un paisaje de infinitudes de alegres colores. Y los viejos metieron en su maletica cuatro prendas de ropa, un tarro de loción para el sol, las pastillas limpiadoras de la dentadura postiza y una batería de píldoras, pastillas y linimentos para la tensión, el corazón, el azúcar y el reuma, y se subieron la mar de felices en el autobús de Benidorm.
Es una gloria verlos disfrutar. Bailan como peonzas, hacen gimnasia en la arena mostrando sin falsos pudores sus mollas y sus arrugas, se ponen rojos como gambas por quedarse dulcemente dormidos bajo la sombrilla, sin pensar que los rayos del sol van mudando de sitio y acaban cebándose en sus frágiles pieles desnudas. Luego, cuando llega la noche, los viejos se trasmutan en faunos y ninfas, desentierran del fondo del olvido el deseo carnal y hacen secretos cambios de habitación para entregarse al furor del sexo. Incluso se enamoran y hacen planes: casarnos no, que perdemos una de las dos pensiones; quita, quita de casorios, buenos se iban a poner los hijos. Alguna vez un abuelo se pasa con la viagra, le da un jamacuco en mitad de un polvo glorioso y se queda tieso con cara de éxtasis, ¿habrá forma más hermosa de morir? Y a la mañana siguiente su ocasional pareja, por no estropearle las vacaciones a nadie, explica discretamente: lo llamó su familia, que había no se quien malo, y se fue anoche deprisa; ah, que lo despidiera de todos, dijo.

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