viernes, 22 de enero de 2010

EL HORROR Y LA TRISTEZA

Hace ya días que no le veo deambular por la calle, no se si alguna alma caritativa lo habrá recogido en su hogar o por el contrario habrá sucumbido a las inclemencias del tiempo, al hambre o sabe Dios la suerte que habrá corrido. Me refiero a un perrito posiblemente abandonado, que todos los días se cruzaba delante de mi coche en la urbanización donde vive mi hija.
Parece mentira que en los tiempos en los que vivimos, haya gente capaz de abandonar a sus animales de compañía, aunque la mayoría lo son por los cazadores, esa tribu montuna de fin de semana dotada de una especial idiosincrasia que les hace caracterizarse por abandonar a un animal en cualquier carretera cuando no les trabaja a su gusto la pluma o el pelo en las cacerías. En el mejor de los casos, porque en el peor y no poco habitual la costumbre es ahorcar al perro de un árbol, sin cansarse tampoco en medir mucho la cuerda, por lo que no es raro que el ahorcado agonice durante horas, incluso días, arañando el suelo desesperadamente con la punta de sus patas traseras para intentar afianzarse y aflojar la tensión del dogal. Hasta que el agotamiento les hace entregarse y morir.
De la misma manera (por agotamiento extremo y entregándose vencidos a la muerte) hemos visto estos días, en la pantalla del televisor, agonizar y morir a miles de haitianos. Y supongo que la mayoría de nosotros nos hemos planteado hasta qué punto las cosas se han estado haciendo bien o mal allí, cuántas vidas se podrían haber salvado si la ayuda hubiera sido más inmediata, qué habrán sentido esos bomberos castellanos cuando, a medio rescatar a una niña todavía milagrosamente viva bajo los escombros, han sido conminados a abandonar por la fuerza el rescate para preservar su propia seguridad ante un tiroteo. Plenamente conscientes (quienes dieron la orden y quienes se vieron forzados a cumplirla) de que aquel abandono suponía clausurar toda esperanza para aquella niña, medio aplastada por el cadáver de su madre, que durante días había estado luchando por sobrevivir contra toda posibilidad.
No es menester estar dotados de una sensibilidad extrema para que se queden grabadas en la retina determinadas imágenes del horror; las miradas, sobre todo. Esas miradas terribles, angustiadas, enloquecidas o derrotadas que, supongo, a muchos de nosotros nos van a acompañar ya de por vida. Como el tierno cadáver portado en brazos de aquel niñito de Irak, destrozado por una guerra asquerosa que nosotros mismos, aun contra la voluntad de la mayoría, declaramos. Como la niña a la que hace algunos años más vimos agonizar al pie del Nevado del Ruiz, con el cuerpecito sumergido en las aguas aprisionado por toneladas de piedras. Como la criatura famélica abandonada al borde de un camino africano, con un paciente buitre centinela al lado, esperando que terminara de morir para iniciar su banquete. Como la mirada inenarrable de esa madre haitiana que ha visto morir de unas heridas perfectamente curables y por falta de ayuda médica a su hijo de 28 años, después de tres días de espera a la orilla de un hospital (por llamarle de alguna manera).
Viendo esas imágenes desde la comodidad de casa uno siente vergüenza, impotencia, dolor a espuertas y tristeza: una tristeza infinita que nunca se podrá sacudir de encima. No entiendo bien para qué sirven tantos soldados norteamericanos si llegan tan tarde, y mientras no llegan el hambre y la desesperación hacen estragos. No entiendo bien para qué viajan hasta allí nuestros bomberos, nuestros policías, nuestros perros adiestrados, si a medio rescate se les obliga a abandonar a la víctima que estaban salvando. No entiendo bien el sentido de esta convocatoria general a la solidaridad, si la ayuda humanitaria no se reparte a tiempo y toneladas de material que podría salvar vidas in extremis aguardan en un aeropuerto sin ser repartidas. No entiendo demasiadas cosas que me producen, supongo que como a ustedes, una pena tremenda y una impotencia absoluta.
Hace dos días vi., esta vez en directo, una imagen absolutamente emocionante. Era un señor mayor muy limpio, muy peinado, con ese aura indefinible pero inconfundible a la vez del jubilado dignísimo que sobrevive a duras penas con una pensión miserable. Estaba delante de mí en la cola de una entidad bancaria. Cuando le tocó el turno se sentó trabajosamente (los años no perdonan) a la mesa de la empleada, puso su cartilla de ahorros sobre la mesa y pronunció estas palabras: mándame diez euros, no doce, manda doce. ¿Tiene preferencia por alguna ONG?, le preguntó ella. Y él: da igual, con la que primero llegue. ¿Se han planteado ustedes lo que suponen doce euros, casi a fin de mes, para un jubilado que cobra la pensión mínima? Yo sí me lo planteé. Quizá por eso sentí tanta tristeza, tanta impotencia otra vez, cuando en las noticias de la tele se hizo público que aquella entidad concreta (y al parecer, otras), pese a ser donaciones solidarias seguían aplicando su comisión por cada operación, y son millones los españoles que están mandando dinero a Haití. Supongo que por eso, por la estructura del mundo en el que vivimos, porque todos los Haitíes sólo nos duelen cuando tiembla la tierra o hay un huracán, aunque la miseria absoluta ya les mantuviera heridos de muerte en la vida "normal" sin catástrofes de cada día, no me puedo sacar de encima el horror. Y la tristeza. Sobre todo, la tristeza.

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